La investigación no es una tarea. Es una actitud.


viernes, 24 de diciembre de 2010

La hipocresía del señor Vargas Llosa

Por Rafael Inocente

Alguien mencionó alguna vez que Arequipa había producido lo peor y lo mejor del Perú. Mencionaba ese alguien a Vladimiro Montesinos, Abimael Guzmán, Héctor Cornejo Chávez, Hernando de Soto y Mario Vargas Llosa, como ejemplos palmarios de su afirmación extremista. En 1996 Montesinos ya se había hecho del poder en complicidad con los militares y Kenya Fujimori. Abimael Guzmán, encerrado en las mazmorras de la Base Naval, se descamaba lentamente, y don Mario, huido a Europa, publicaba a sus 59 años —la misma edad que tenía Arguedas cuando se disparó un tiro en la Agraria— el libro que yo devoraba vorazmente. Una legislación antiterrorista, violatoria de todas las garantías del debido proceso, permanecía incólume, mientras los jueces sin rostro encerraban a miles de inocentes a través de una maquinaria atroz que concedía facultades extraordinarias a la policía en la fase de investigación y se juzgaba a civiles en cortes militares, con la más absoluta impunidad. Más de veinte mil peruanos de a pie, culpables e inocentes, sufrían cruel carcelería y sus derechos básicos eran vulnerados hasta la náusea por las condiciones de las mazmorras fujimontesinistas.
En este contexto leí ese híbrido llamado La Utopía Arcaica. ¿A qué se refiere el título del libro? ¿En qué consiste una utopía arcaica? Elaborada mediante el cruce de tres temas capitales —la vida de José María Arguedas, el análisis de su obra literaria y la historia del indigenismo peruano—, el libro es un alegato contra la vida y obra de José María Arguedas, partiendo de la premisa de que literatura y biografía son partes indisociables de un todo. A lo largo de sus páginas se respira un ambiente de degradación, bronca y encono. Según Vargas Llosa en la obra literaria de Arguedas existiría un anhelo de reivindicación prehispánica, proyecto irreal, que consistiría en el restablecimiento de un Perú antiguo, arcaico, colectivista, tradicional, rural y mágico-religioso. El gran tema es el mundo andino, que por sus características geográficas y culturales representaría una forma más profunda y auténtica de humanidad que los desiertos y valles costeros. El Perú aparece como una sociedad fragmentada, enfrentada, injusta, pícara pero sumisa, un rompecabezas mal hecho y estropeado. Ahora como en aquél 1996 me cuesta mucho comprender cómo una sociedad así, pueda seguir sobreviviendo. Quizá la violencia interna que vivimos en los últimos años sea un indicador de que tales contraposiciones sociales y culturales desembocan en graves conflictos, cuando no en sangrientas guerras fratricidas. Así, según Vargas Llosa, en la obra de Arguedas se vería expresada una fantasía histórica, según la cual el pueblo indígena creó en los Andes una civilización moralmente superior a la que trajeron los europeos y que sobreviviría en los indígenas de hoy. Siguiendo su razonamiento, la obra de Arguedas sería parte de una tendencia reaccionaria dentro de la corriente indigenista, con contenido notoriamente racista, parte de una “superchería audaz” del autor de inventarse una sierra y un Perú a la medida de sus fantasías.
Esto es, letras más, letras menos, lo que nos plantea Vargas Llosa frente al desgarrador panorama peruano. En el epílogo de su novela póstuma El Zorro de arriba y el Zorro de abajo, Arguedas inserta un texto titulado “No soy un aculturado”. Aquí expone su ideal de un Perú moderno y multicultural con matriz andina, muy lejos de una utopía indigenista reaccionaria como la ha presentado Vargas Llosa, premio Rockfeller 1988. En el planteamiento de Arguedas se hace presente la tensión entre el ideal de la modernidad por un lado, y el ideal de la diversidad cultural, por otro. Al leer las obras de Arguedas, sus artículos periodísticos, sus ensayos y cartas, vemos que lo que plantea el andahuaylino es una síntesis entre ambos proyectos opuestos. Para Vargas Llosa, por el contrario, modernizarse es abolir lo mágico y renunciar a las creencias y costumbres tradicionales. El camino a la modernidad, según las fanáticas posiciones ultraderechistas del arequipeño admirador de Margaret Tatcher, llegará a través del libre mercado, las elecciones libres y la alternancia de poderes.
Por eso no me ha asombrado la tosquedad ideológica del discurso Nobel de Mario Vargas Llosa ni el hipócrita besito en la mejilla a un Alan García que antes despreciaba, al mejor estilo de la Camorra napolitana. Su grosero llamado a la defensa de la democracia liberal, el pluralismo político, la tolerancia, los derechos humanos, las elecciones libres y toda esa monserga liberal que le ha convertido en portavoz de los malcriados del mundo. Para don Mario el asunto es de una claridad meridiana: modernidad o atraso, libre mercado o estado. Lo que olvida convenientemente el novelista arequipeño es que tal dicotomía en épocas de globoidiotización es falaz: el mercado compra estados, los corrompe, los coopta, los prostituye. El estado, una figura tradicionalmente irrelevante en las sociedades sudamericanas, ha sido absolutamente incapaz de cumplir con su principal función contemporánea, a saber, dotar de bienestar a los grupos desposeídos, pero sí ha servido para monopolizar el uso de la violencia y cobrar los impuestos. El mercado en un modelo económico excluyente e injusto como el que defiende Vargas con sus veinte uñas usurpa las funciones del estado para beneficio de las multinacionales, aquellas que portarían los estandartes del progreso y la modernidad, mitos caros de Varguitas, tan mortales como el nacionalismo que dice detestar con fervor anarquista.
Una tremenda ficción ha traficado Vargas Llosa en su discurso, ¡qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene identidad porque las tiene todas!, en medio de la algarabía de una Lima tan colonial como hace cuatrocientos años. Aclamado por la intelectualidad criollo-parasitaria y por el populacho feroz, aplaudido a rabiar por esa partida de huevones que son sus herederos literarios nativos, la palabra de don Mario es ley. Osar contradecir las ideas que ha soltado desde su particular Olimpo sueco, significa ganarse la condena a muerte en este mezquino y argollero mundo literario. Pero como lo que menos me interesa es convertirme en un escritor profesional —aquél tipo que diariamente se sienta frente a su escritorio y escribe novelas como quien va a la oficina— cojo la flor lanzada por don Mario y se lo espeto: no sea usted tan memo, señordón, menos aún cite a Borges para refrendar la falacia que pretende comerciar bajo el manto de un pretendido pluralismo. Ni en Argentina, un país cuyas tres cuartas partes de habitantes descienden directamente del hambre de Europa (o de los barcos como prefería decirlo Borges con filosa ironía), permitirían esa infeliz provocación al más majadero de sus escritores. Pretender que el Perú —un país fragmentado en donde domina una élite corrupta descendiente de encomenderos, un país cuyo componente poblacional indígena es tan sólo comparable al de Guatemala o Bolivia— no tiene identidad porque las tiene todas, es como querer tapar el sol con un dedo y negarse a ver lo evidente: tras quinientos años de invasión europea, evangelización, masacres y leyes ilegítimas, la sangre y la cultura indígenas están todavía vivas y resisten activamente a ruines, ladrones, asesinos y escritores profesionales. Pretender que en estas tierras en donde germinó y se desarrolló uno de los grandes focos culturales de la humanidad entera, merced a un solo tronco étnico, no hay identidad porque hay muchas, es como soltar la especie de que en Egipto no hay identidad porque un grupúsculo de alemanes e ingleses se asentó en tierras del Nilo. ¿O es que acaso nos tragamos el sapo de que por un puñadito de italianos, chinos o negros que los poderosos importaron para labores subalternas, tenemos la identidad de aquellos pueblos? La matriz cultural del país, la que nos otorga potencia y flexibilidad, aquí en la China o en la Cochinchina es la Andina, sin caer en chauvinismos ni en localismos excluyentes.
Como si esto fuera poco, don Mario se ha atrevido a arrogarse para sí y para los de su etnoclase el papel emancipador del indígena. Enorgullecido del arrojo de los tatarabuelos peninsulares que vinieron a invadir, violar y robar a estas tierras, ha tenido el descaro de eximir de su responsabilidad histórica a la Metrópoli en el saqueo y expoliación de las riquezas de Abya-Yala, las que sirvieron para edificar la prosperidad europea. Pareciera que el exilio, que más bien debería ser una prueba de fuego de toda identidad, a Vargas Llosa sólo le ha exacerbado el apego endogámico al clan materno. Si nos atenemos a quienes si han sufrido un verdadero exilio, éste no da, en rigor, ninguna identidad. Por el contrario, supone un desafío. Pone a prueba la identidad que uno trae. La cháchara de Vargas Llosa, los lugares comunes que ha repetido en su imprudente discurso, el insulto callejonero a pueblos sudamericanos (Cuba, Venezuela y Bolivia) que han elegido un camino diferente al de su utopía fanática, la obcecada defensa del imperio y la democracia liberal, ese “buen camino” que imponen los Bush y los bildelbergers a sangre y fuego, resulta a estas alturas intragable y pintan al novelista bipolar, peruano por accidente geográfico como se reputó él mismo, arruinado moralmente desde antes de la eyección del Informe Uchuraccay: sus ficciones son supuestamente libertarias, pero en la realidad patrocina un sistema económico basado en la injusticia y el robo. Si alguna vez Mario Vargas Llosa intentó explicar su itinerario ideológico-político como un tránsito de Sartre a Camus, hoy tamaña impertinencia cae por sí sola. Como afirma Miguel Gutiérrez, en un espectacular salto hacia atrás Mario Vargas Llosa ha caído en el lugar exacto dejado por Riva Agûero. Sí: la derecha peruana cuenta con MVLl con un Riva Agûero redivivo. Y por eso hay que combatirlo.

viernes, 3 de diciembre de 2010

ENTREVISTA A ENRIQUE ROSAS PARAVICINO

Por: Niko Velita

El gran señor es una novela que ha abordado la temática de la violencia política. Casi toda la historia se desarrolla en un santuario, en un ambiente religioso. Unos subversivos se infiltran ahí. El objetivo es aniquilar a sus enemigos y pasar desapercibidos bajo el disfraz de pabluchas y las explosiones de los cohetes. Sin embargo, los participantes de esa festividad, al darse cuenta de la presencia de ellos, los capturan y les entregan a las autoridades. Eso en una època contemporánea, porque además cuenta historias de la lucha por las tierras de épocas pasadas entre hacendados y campesinos; y la historia de Mateo Pumacahua, quien como fantasma expía sus culpas. De esta manera, Rosas Paravicino nos da a entender que la violencia no es de ahora: es de antaño. En la presente entrevista, que el autor ha concedido amablemente por vía internet, habla de la narrativa de la violencia política y de su novela.

La guerra interna ha dejado profundas huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a ello?


Igual que otros miles de peruanos fui testigo del cruento proceso de la guerra. Detenciones, torturas y asesinatos comenzaron a ensombrecer el panorama nacional a partir de la década del ochenta. El gobierno expidió la ley de la apología del terrorismo, con la que se acallaba la conciencia crítica de la ciudadanía. A pesar de ello, algunos escritores dimos a conocer temprano nuestros textos con relación a la violencia creciente. En 1986 Julio Ortega publicó “Adiós Ayacucho”, Luis Nieto Degregori al año siguiente, “Harta cerveza, harta bala”, yo publiqué en 1988 “Al filo del rayo”, Dante Castro ganó en 1987 el segundo puesto del Copé de cuento con “Ñakay pacha”. Tuvimos el coraje de jugarnos el pellejo en un período de abierta represión brutal. Nuestro testimonio queda en la palabra hecha denuncia e indignación, justo cuando aquel baño de sangre se tornaba incontrolable y las hienas rondaban en torno de los cadáveres.


Este asunto de la guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?


La guerra interna ha marcado a fuego vivo nuestra cultura en las últimas décadas. Y como parte de ello, la creación literaria, más específicamente la novelística, por su condición de género totalizador refleja y procesa de varias maneras el ciclo violento que la sociedad peruana vivió a fines del siglo XX. Siempre un novelista aspira a comprender e interpretar su época. En ese afán, extrae la savia de su creación de la mata misma de los sucesos de su tiempo. Si la psiquis colectiva está tatuada de tragedia y dolor, es lógico que la novela peruana esté al nivel de ese estado de ánimo. Rosa Cuchillo, Abril rojo, La hora azul, Retablo, La niña de nuestros ojos, entre otras, son evidencias de que hay una nueva ruta avanzada en el género. Aunque ciertamente el número de novelas es mayor. Mark Cox anotaba que hasta el año 2008 había 68 novelas publicadas alrededor del conflicto bélico interno.


¿Qué autores cree que han trabajado mejor la temática de la guerra interna?


Aún es temprano para efectuar un balance definitivo, pero a título personal me quedo con los aportes de Oscar Colchado, Dante Castro Arrasco, Luis Nieto Degregori, Julio Ortega, Alonso Cueto, Miguel Arribasplata, Eduardo Huarag y Santiago Roncagliolo, entre otros.


¿Cómo han influido los sucesos de la guerra interna en su quehacer literario?

De manera abrupta y definitoria; particularmente las masacres de Accomarca, Uchuraccay, Lucanamarca y otros episodios similares que se dieron en los años ochenta. La sangrienta fuga de los presos del penal de Ayacucho es otro suceso que anuncia el cambio de rumbo de la guerra. En ese contexto, no tenía mayor sentido que un escritor de marcada sensibilidad social, haga lírica personal o abstracciones metafísicas. Había que acatar el ritmo duro de la época, procesar el dolor colectivo y, desde la instancia de la palabra, contribuir con la imaginación y el talento para que termine el desangre nacional, para darle un registro estético (de una estética cruel) al más grande genocidio que se dio en nuestra historia republicana. Sólo así nuestra palabra tendría valor ético, social y testimonial.


En su novela El gran señor los subversivos se infiltran en el santuario, entre la gente con fervor religioso, incluso asesinan ahí. Se profana lo sagrado. ¿Los subversivos son herejes desde esta perspectiva? ¿Se ha visto situaciones parecidas en la realidad?


Responderé a esta pregunta con un caso real. En mi calidad de peregrino de la festividad de Qoyllurit’i del Cusco, vi una vez que dos jóvenes danzaban indistintamente en las comparsas de bailarines de Ocongate y Paucartambo. Ambos eran alumnos míos en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco. Los conocía desde hacía varios semestres como radicales activistas de la izquierda legal. Sin embargo, más adelante me enteré que ambos terminaron enrolándose en las filas de Sendero Luminoso. Aquí participarían de atentados sangrientos, con secuelas trágicas hasta la vez que la policía desbarató al comando sedicioso y capturó a sus componentes. Una tarde, los presentó a todos en conferencia de prensa y allí estaban los dos danzantes del santuario. Más que simples herejes, ambos habían derivado en militantes de un proyecto político que anunciaba barrer el sistema para, sobre sus escombros, construir otro tipo de sociedad. Este caso nos demuestra que, en los Andes, no hay mayor divorcio entre la práctica religiosa popular y la opción política violenta.


En varias novelas, los ronderos aparecen como delincuentes. Su personaje, el comandante Huaroto, no se libra de esta descripción.


La guerra interna también engendró hijos de una particular tipología moral. Tanto en el bando subversivo como entre las llamadas fuerzas del orden se dieron casos de individuos con un perfil psicológico que rayaba en la simple perpetración de delitos. Aquí es pertinente retrotraer la figura del denominado comandante Huayhuaco, un personaje de la vida real, vinculado al narcotráfico, dueño de un prontuario policial deleznable, pero que cuando su territorio se ve afectado por la presencia de los sediciosos, él se alía con el ejército y se convierte en un cabecilla antisubversivo importante. Lo paradójico es que el Estado que representa a la legalidad, termina asociándose con un jefe mafioso requisitoriado por el poder judicial. En mi novela El gran señor yo invento un personaje análogo: el Comandante Huaroto que viene a ser un Huayhuaco operando en la región sur, un sujeto sin bandera ni principios, capaz de cometer cualquier vesania, bajo el paraguas de su alianza con los militares. No sé si me salió bien, pero ahí está.


La historia oficial presenta a Mateo Pumacahua como un héroe. Usted no. Este personaje paga sus culpas en su condición de fantasma.


Pumacahua representa al sujeto histórico controvertido. En noviembre de 1780 el destino le dio la oportunidad de involucrarse en el proyecto político de Túpac Amaru (su par en términos de casta y autoridad), pero él prefirió unirse a los españoles, para combatir la sublevación de Túpac Amaru. Su actuación en aquella guerra fue decisiva para el triunfo de los realistas. Tres décadas después, ya sofocada la rebelión y luego de ocupar altos cargos burocráticos, Pumacahua siente que de nuevo la guerra toca su puerta. Esta vez son los criollos del Cusco que se han sublevado contra el rey de España. Le proponen la jefatura del ejército alzado y Pumacahua les acepta, acaso remordido por el genocidio que perpetró en el conflicto anterior. No calculó el tamaño de la nueva aventura. Tras una difícil campaña militar fue derrotado en la batalla de Umachiri y luego fusilado en la plaza de Sicuani, como traidor al rey. En la novela lo presento como un condenado (fantasma) que debe penar de los siglos por los siglos entre los picachos de los Andes. Sufre de un remordimiento profundo por sus actos en vida y sus recuerdos se focalizan en el Cusco, allí donde gozó del poder y la fortuna.


Con la presencia de Pumacahua y las luchas por la tierra que usted narra en su novela, ¿podemos decir que la violencia no se inicia en 1980, sino que nuestra historia está llena de eso?

En efecto, la violencia social tiene una data antigua en el Perú. Este es el país de las grandes sublevaciones y masacres. Partamos únicamente de la época colonial. Manco Inca en 1536 libra una guerra sangrienta en su afán de aniquilar a los usurpadores españoles. Juan Santos Atahualpa en 1742 levanta a las etnias amazónicas en contra del poder hispano instalado en Lima. Túpac Amaru, en 1781, libra la gesta libertaria más tenaz y heroica, con una secuela de 100 mil muertos. Si analizamos estos hechos y los comparamos con las sublevaciones indígenas de la era republicana, vamos a ver que el denominador común de todos es el mismo: la lucha por el derecho a la dignidad, la justicia, la cultura, la autodeterminación, la identidad y la tierra. A la luz de estos acontecimientos, la guerra de 1980 no es sino la prolongación de una historia, como la del Perú, que está escrita más por el lado del borrador que por la punta del lápiz. Ahora bien, tampoco la reciente derrota de Sendero Luminoso nos garantiza un futuro promisorio de paz y bienestar. Mientras continúe la situación de exclusión, pobreza, inequidad, corrupción e injusticia, siempre tendremos en el horizonte la probabilidad de un nuevo conflicto interno. Debemos aprender de la historia si ciertamente queremos construir un Estado/Nación que represente a todos.


Siete truenos, siete días, en que Isolda consigue liberar a Alberto, siete subversivos, siete pabluchas. ¿Alguna simbología?


Sí; un intento de elaborar una cábala andina, similar a la cábala judía donde el número clave es el tres.


Finalmente ¿qué proyectos tiene como escritor?


Varios. Siempre en el género narrativo y con temas que tienen que ver con los procesos sociales e históricos del país. Por ahora no quisiera puntualizar sobre algún proyecto en especial. Primero que nazca la criatura para luego especificar los pormenores de su existencia. Gracias.