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domingo, 26 de junio de 2011
lunes, 7 de febrero de 2011
Entrevista a Paolo Astorga
Por: Niko Velita
Has publicado dos libros digitales de poesía, la revista digital Remolinos, ahora la revista en audio Voz Efímera. ¿Es la muerte del libro de papel?
No, nada que ver. El papel es importante. La mayoría de los que nos dedicamos a la lectura y más aún a la escritura tenemos muy en claro que los soportes son importantes; y hasta son cruciales a la hora de producir literatura. El papel tiene muchas ventajas en lo que respecta a la preservación de lo escrito, pues es, se quiera o no, un soporte aún más portátil y de acceso instantáneo, aparte de otras características subjetivas que hacen de este, muchas veces, una pieza de culto. Sin embargo, lo digital tiende siempre a ser un soporte de mayor difusión y alcance. Me atrevería a decir que lo digital está ligado casi siempre a la problemática de la falta de dinero para publicar en “físico”, pues es más barato y de mayor alcance, aunque susceptible al olvido, a los caprichos de la red, a la trascendencia del producto con respecto a los lectores. Remolinos era un proyecto que comencé desde el colegio y ya dio todo de sí (45 números), y de alguna manera, para que esos números no queden en el olvido estoy preparando un CD-ROM con todos los números publicados desde el 2005. Ya saldrá pronto. Con respecto a Voz Efímera, este proyecto salió después de varias conversas con el poeta César Pineda. Se da más por el deseo de dejar el registro auditivo de poetas tanto jóvenes, viejos y recontraviejos, grabados en su habitad (la calle, el bar, los centros culturales, la universidad, el hostal, etc.), y por querer fundar una revista atípica dentro de la fauna de revistas existentes y por existir. Voz Efímera es simplemente la voz del poeta leyendo sus poemas.
¿Qué te ha impulsado a usar el formato digital?
Como ya lo dije: la falta de dinero. No existe muchas oportunidades para publicar una revista sino a través de la autoedición. Nadie te publica “así nomás”. La única forma que encontré para hacer difusión de lo día a día se produce en literatura era creando una revista digital. Y creo que se logró mucho de esa forma, pues he publicado a poetas no solo de aquí, sino de otros países de Latinoamérica. Lo que más importaba en la revista simplemente era crear el espacio para publicar y difundirlo hasta el hartazgo.
Acabo de leer tu poemario De Lima a Chosica y escuchar en su versión audio. ¿Por qué en dos formatos?
Ese poemario es un experimento rítmico en poemas en prosa. Los poemas son de corte surreal y quise hacer el CD, más que nada para que se disfruten los poemas con mayor intensidad. Hacer esto no es nada nuevo. Ya he publicado mis dos primeros intentos de poesía en CD y me fue bien. Existen varios poetas que hacen eso. Yo pensé hacerlo en dos formatos para que, de alguna manera, la lectura de los poemas se acompañara con los poemas en audio y se creara una especie de atmósfera especial a la hora de leer mi poemario.
¿Por qué ese título?
Es básicamente un libro de viaje. Un viaje que comienza en Lima y acaba en Chosica. A lo largo de este viaje trato de aprehender todas las imágenes posibles de la urbe y el campo, la carretera central y sus alrededores. Es un libro que habla de mi experiencia personal con respecto a Chosica y su envolvente atmósfera.
¿Cómo escribiste ese libro?
Casi todos los poemas los escribí en una época en que era obligatorio para mí ir a estudiar muy temprano a La Cantuta y tenía que tomar la movilidad que provee la universidad (el burro). Allí salieron la mayoría de los poemas, así como unas cuantas andadas por Chosica, Chaclacayo, Ceres, entre otros lugares.
Veo quen La Cantuta lideras un grupo literario: Letra en Llamas ¿Por qué ese deseo por crear colectivos en las universidades?
e Básicamente por temor al olvido, la soledad y la ignorancia. Desde el 2007 impulso junto con otros amigos poetas el grupo literario Letra en Llamas, un grupo que a lo largo de tres años se ha dedicado a crear espacios culturales en La Cantuta y, de alguna manera, no solo en ella, sino también en Lima. Los poetas que pertenecemos al grupo no solo pensamos en lo colectivo, sino que también impulsamos nuestros proyectos personales, pero siempre dejando en claro nuestra procedencia cantuteña y, por ende, cuasi relegada dentro del espectro cultural actual. Hay poetas que ya despegaron con sus primeras publicaciones como José Jiménez Cruz, Karina Moscoso, Roy Dávatoc y también por la perseverancia difusora como César Pineda desde su blog Nido de Palabras. Somos un grupo que no tiene “padrinos” ni nada de eso. El único aval es lo que escribimos y publicamos. Nada más.
¿Qué problemas tienes como poeta joven?
Los que todo poeta joven tiene. Falta de dinero, ninguneo a discreción, la discriminación, etc. Pero lo más bacán es que existe la perseverancia, la conchudez, el deseo por hacer cosas y difundir a otros. Creo que por ahora lo más importante para mí es escribir, corregir y difundir. Es un tanto mezquino a mi parecer que un poeta novel, joven, recién bajado, etc., no se dedique a la difusión. La difusión de alguna manera destruye cánones y reivindica espacios.
¿Qué otros formatos pretendes explorar?
No lo sé. Después de haber publicado mucho en digital, me estoy aventurando a publicar en físico. Pero más adelante. Primero lo que me interesa es escribir e impulsar proyectos como Delirium Tremens, una revista tanto en físico como en virtual que estoy impulsando y que ya va por su segundo número. Impulsar también la colección: “Universos de bolsillo” de mi incipiente sello Ediciones Letra en Llamas, una serie de libros artesanales en formato pequeño (como si fueran una chequera) de libros de poesía de poetas tanto inéditos como re-conocidos.
¿Qué poeta crees que ha influenciado en tu creación?
Todos. La influencia se da con la lectura. Aunque para ser sincero mi gran influencia es sin duda Federico García Lorca y su Poeta en Nueva York. Es un libro que tuve el placer de leerlo a los 12 años y pues de alguna manera ayudó a enhebrar mi incipiente poética.
¿Cuál será tu próxima publicación? ¿En qué proyecto trabajas?
Trabajo un libro nuevo que se llamará tentativamente El libro del infértil. Tengo que lidiar con los proyectos y problemas de siempre. La revista Delirium Tremens, el segundo número de Voz Efímera, nuevas publicaciones de Ediciones Letra en Llamas y también un proyecto especial: publicar una antología de poesía hispanoamericana actual, dentro de la colección “Universos de bolsillo” que intentaré publicar para el 2011.
Has publicado dos libros digitales de poesía, la revista digital Remolinos, ahora la revista en audio Voz Efímera. ¿Es la muerte del libro de papel?
No, nada que ver. El papel es importante. La mayoría de los que nos dedicamos a la lectura y más aún a la escritura tenemos muy en claro que los soportes son importantes; y hasta son cruciales a la hora de producir literatura. El papel tiene muchas ventajas en lo que respecta a la preservación de lo escrito, pues es, se quiera o no, un soporte aún más portátil y de acceso instantáneo, aparte de otras características subjetivas que hacen de este, muchas veces, una pieza de culto. Sin embargo, lo digital tiende siempre a ser un soporte de mayor difusión y alcance. Me atrevería a decir que lo digital está ligado casi siempre a la problemática de la falta de dinero para publicar en “físico”, pues es más barato y de mayor alcance, aunque susceptible al olvido, a los caprichos de la red, a la trascendencia del producto con respecto a los lectores. Remolinos era un proyecto que comencé desde el colegio y ya dio todo de sí (45 números), y de alguna manera, para que esos números no queden en el olvido estoy preparando un CD-ROM con todos los números publicados desde el 2005. Ya saldrá pronto. Con respecto a Voz Efímera, este proyecto salió después de varias conversas con el poeta César Pineda. Se da más por el deseo de dejar el registro auditivo de poetas tanto jóvenes, viejos y recontraviejos, grabados en su habitad (la calle, el bar, los centros culturales, la universidad, el hostal, etc.), y por querer fundar una revista atípica dentro de la fauna de revistas existentes y por existir. Voz Efímera es simplemente la voz del poeta leyendo sus poemas.
¿Qué te ha impulsado a usar el formato digital?
Como ya lo dije: la falta de dinero. No existe muchas oportunidades para publicar una revista sino a través de la autoedición. Nadie te publica “así nomás”. La única forma que encontré para hacer difusión de lo día a día se produce en literatura era creando una revista digital. Y creo que se logró mucho de esa forma, pues he publicado a poetas no solo de aquí, sino de otros países de Latinoamérica. Lo que más importaba en la revista simplemente era crear el espacio para publicar y difundirlo hasta el hartazgo.
Acabo de leer tu poemario De Lima a Chosica y escuchar en su versión audio. ¿Por qué en dos formatos?
Ese poemario es un experimento rítmico en poemas en prosa. Los poemas son de corte surreal y quise hacer el CD, más que nada para que se disfruten los poemas con mayor intensidad. Hacer esto no es nada nuevo. Ya he publicado mis dos primeros intentos de poesía en CD y me fue bien. Existen varios poetas que hacen eso. Yo pensé hacerlo en dos formatos para que, de alguna manera, la lectura de los poemas se acompañara con los poemas en audio y se creara una especie de atmósfera especial a la hora de leer mi poemario.
¿Por qué ese título?
Es básicamente un libro de viaje. Un viaje que comienza en Lima y acaba en Chosica. A lo largo de este viaje trato de aprehender todas las imágenes posibles de la urbe y el campo, la carretera central y sus alrededores. Es un libro que habla de mi experiencia personal con respecto a Chosica y su envolvente atmósfera.
¿Cómo escribiste ese libro?
Casi todos los poemas los escribí en una época en que era obligatorio para mí ir a estudiar muy temprano a La Cantuta y tenía que tomar la movilidad que provee la universidad (el burro). Allí salieron la mayoría de los poemas, así como unas cuantas andadas por Chosica, Chaclacayo, Ceres, entre otros lugares.
Veo quen La Cantuta lideras un grupo literario: Letra en Llamas ¿Por qué ese deseo por crear colectivos en las universidades?
e Básicamente por temor al olvido, la soledad y la ignorancia. Desde el 2007 impulso junto con otros amigos poetas el grupo literario Letra en Llamas, un grupo que a lo largo de tres años se ha dedicado a crear espacios culturales en La Cantuta y, de alguna manera, no solo en ella, sino también en Lima. Los poetas que pertenecemos al grupo no solo pensamos en lo colectivo, sino que también impulsamos nuestros proyectos personales, pero siempre dejando en claro nuestra procedencia cantuteña y, por ende, cuasi relegada dentro del espectro cultural actual. Hay poetas que ya despegaron con sus primeras publicaciones como José Jiménez Cruz, Karina Moscoso, Roy Dávatoc y también por la perseverancia difusora como César Pineda desde su blog Nido de Palabras. Somos un grupo que no tiene “padrinos” ni nada de eso. El único aval es lo que escribimos y publicamos. Nada más.
¿Qué problemas tienes como poeta joven?
Los que todo poeta joven tiene. Falta de dinero, ninguneo a discreción, la discriminación, etc. Pero lo más bacán es que existe la perseverancia, la conchudez, el deseo por hacer cosas y difundir a otros. Creo que por ahora lo más importante para mí es escribir, corregir y difundir. Es un tanto mezquino a mi parecer que un poeta novel, joven, recién bajado, etc., no se dedique a la difusión. La difusión de alguna manera destruye cánones y reivindica espacios.
¿Qué otros formatos pretendes explorar?
No lo sé. Después de haber publicado mucho en digital, me estoy aventurando a publicar en físico. Pero más adelante. Primero lo que me interesa es escribir e impulsar proyectos como Delirium Tremens, una revista tanto en físico como en virtual que estoy impulsando y que ya va por su segundo número. Impulsar también la colección: “Universos de bolsillo” de mi incipiente sello Ediciones Letra en Llamas, una serie de libros artesanales en formato pequeño (como si fueran una chequera) de libros de poesía de poetas tanto inéditos como re-conocidos.
¿Qué poeta crees que ha influenciado en tu creación?
Todos. La influencia se da con la lectura. Aunque para ser sincero mi gran influencia es sin duda Federico García Lorca y su Poeta en Nueva York. Es un libro que tuve el placer de leerlo a los 12 años y pues de alguna manera ayudó a enhebrar mi incipiente poética.
¿Cuál será tu próxima publicación? ¿En qué proyecto trabajas?
Trabajo un libro nuevo que se llamará tentativamente El libro del infértil. Tengo que lidiar con los proyectos y problemas de siempre. La revista Delirium Tremens, el segundo número de Voz Efímera, nuevas publicaciones de Ediciones Letra en Llamas y también un proyecto especial: publicar una antología de poesía hispanoamericana actual, dentro de la colección “Universos de bolsillo” que intentaré publicar para el 2011.
Conversación en La Catedral* : Utopía arcaica de la “gente decente”
Santiago Zavala (Zavalita) es un burgués que no quiere ser burgués, que detesta la dictadura de Odría y a su propio padre por apoyar dicha dictadura, hasta el extremo de rechazar la herencia cuando este muere. Rompe en lo absoluto con el cordón umbilical para no ser parte de ese mundo caótico, corrupto y maloliente que había construido la dictadura, apoyada por los grandes empresarios, entre los que se encuentran Efraín Zavala, el padre de Santiago. La única forma de no contaminarse con ese cáncer social es dejar la casa paternal y vivir de su propio trabajo como periodista y tener una nueva vida, donde las comodidades económicas ya no van más, por elección.
Zavalita es un personaje que se rebela contra la dictadura y las formas de alianza con el empresariado. Sin esta alianza Odría no tendría la posibilidad de gobernar, porque Zabala y Landa, además de empresarios millonarios, son políticos que hacen de la política un juego de ajedrez con reglas propias: ellos mueven las piezas a su antojo. Tienen el dinero suficiente para hacerlo. “Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal… Si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez… Con diez millones de soles no hay golpe de Estado que falle en el Perú” (239). Todos son conscientes de tal situación, incluso la dictadura, porque Landa, ante el fracaso del golpe de estado que promueve, pone condiciones para declinar su rebeldía, de igual a igual. “Libertad incondicional para todos mis amigos –dijo Landa-. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupen” (250). Su actitud no es el de derrotado, sino el de un hombre que sabe que tiene el poder real, que puede negociar.
La rebeldía de Zavalita se inicia cuando tiene que elegir la universidad donde estudiar. A su condición económica le corresponde, por supuesto, la Católica, pero él prefiere San Marcos, porque “ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más” (51). Luego, una vez que entra a San Marcos, “un nido de subversivos” (47), se hace amigo de estudiantes comunistas y se hace simpatizante del Partido Comunista (Cahuide) que luchaba en condiciones duras contra la dictadura. Sin embargo, cuando llega el momento que ellos tanto ansiaban: inscribirse en el partido, a través de la Organización Cahuide, él declina. Su procedencia económico social no se lo permite. De heredero de uno de los apellidos más poderosos del Perú a convertirse en comunista con carné habría sido trágico para él. Porque si se inscribía “Habrías vivido mal, Zavalita… en vez de editoriales en la ‘La Crónica’ contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de ‘Unidad’… o en las peor impresas de ‘Bandera Roja’…” (94). Su rebeldía tiene un límite. No puede ir más allá de eso. A pesar de odiar la dictadura y reclamarle a su padre sobre su condición de amigo del dictador, su actitud no es una cuestión político ideológico, sino resulta siendo una simple pataleta de niño engreído: “es que soy un poco loco” (51).
Esa pataleta de Zavalita al lector le permite obtener una radiografía de la dictadura de Odría, de sus fechorías, de los pactos para continuar en el poder. Odría está ahí de manera circunstancial, porque los verdaderos dueños del Perú así lo han querido, para “que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa que, después de todo, es suya ¿no?” (241). Ellos lo pusieron y ellos lo sacan de Palacio.
Santiago es un espectador de todas esas jugadas. Pretende involucrarse en esa guerra política, pero se da cuenta que ha elegido el equipo menos favorecido económicamente, pero tampoco puede regresar a su antiguo hogar de gran burgués. Finalmente le queda el camino intermedio, el de pequeño burgués que vive de su trabajo, alejado de la política. Lo de Cahuide es un recuerdo que sirve para contar a los amigos y entretenerse así.
Zavalita es un personaje que detesta la dictadura, a los militares, a “la gente decente”. Se casa “con una que puede ser su sirvienta” (344), a escondidas claro: su familia se escandaliza. Vive en una quinta. No acepta vivir como burgués. Elige otra forma de vida, contraria a su condición social.
Varguitas tiene algo de Zavalita; se casó con su tía, diez años mayor que él: su familia se escandaliza; detesta a las dictaduras, desde la figura paternal hasta Fujimori; detesta a los militares: les dio con palo y duro en La ciudad y los perros; los “avergonzó” en Pantaleón y las visitadoras, se involucró con Cahuide.
Sin embargo, decía que tiene algo de Zavalita. También tiene mucho de Zavala. Porque Vargas es “gente decente”: al igual que Zavala juega al poder con otros jugadores y ese juego no es gratuito, ese juego está lleno de pactos, que de eso sabe bastante Alan, con quien está de acuerdo quienes no deben ser presidente, en bien de la “gente decente”. Se ha “dado cuenta” de que García es amigo de la “gente decente”. No en vano el partido de Alan bordea los cien años de existencia en ese trajinar de pactos. “Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos… Aceptarían a cambio de la legalidad unas cuantas migajas” (242). Porque la “gente decente” no detesta todas las dictaduras, sino a los que tienen algo izquierdismo, de socialismo, de rojismo (ojo: en el caso de Fujimori más bien es una cuestión personal). Porque a los militares los limpió, los justificó en el caso Uchuraccay, en bien de la “gente decente”. Porque la “gente decente” de un país decente quiere bombardear un país no decente no se critica: mejor, hay que justificarlo. Todas esas cosas detestaba Zavalita. Por eso detestaba incluso a su padre.
En Conversación en La Catedral, Zavala muere detestado por su hijo. Zavalita es casi un Quijote a quien le persigue la pregunta de en qué momento se jodió el Perú, pero que no puede ver más allá, ni un ápice de esperanza para la humanidad. Su refugio es el periodismo, pero se divorcia de la política para siempre, asqueado de todo lo que ha visto.
En el Perú, Varguitas ha muerto; pero Vargas está vivo. Y este es un paladín no de la justicia en abstracto sino de la “gente decente”, ojo: a decir de Conversación en La Catedral.
Zavalita es un personaje que se rebela contra la dictadura y las formas de alianza con el empresariado. Sin esta alianza Odría no tendría la posibilidad de gobernar, porque Zabala y Landa, además de empresarios millonarios, son políticos que hacen de la política un juego de ajedrez con reglas propias: ellos mueven las piezas a su antojo. Tienen el dinero suficiente para hacerlo. “Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal… Si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez… Con diez millones de soles no hay golpe de Estado que falle en el Perú” (239). Todos son conscientes de tal situación, incluso la dictadura, porque Landa, ante el fracaso del golpe de estado que promueve, pone condiciones para declinar su rebeldía, de igual a igual. “Libertad incondicional para todos mis amigos –dijo Landa-. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupen” (250). Su actitud no es el de derrotado, sino el de un hombre que sabe que tiene el poder real, que puede negociar.
La rebeldía de Zavalita se inicia cuando tiene que elegir la universidad donde estudiar. A su condición económica le corresponde, por supuesto, la Católica, pero él prefiere San Marcos, porque “ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más” (51). Luego, una vez que entra a San Marcos, “un nido de subversivos” (47), se hace amigo de estudiantes comunistas y se hace simpatizante del Partido Comunista (Cahuide) que luchaba en condiciones duras contra la dictadura. Sin embargo, cuando llega el momento que ellos tanto ansiaban: inscribirse en el partido, a través de la Organización Cahuide, él declina. Su procedencia económico social no se lo permite. De heredero de uno de los apellidos más poderosos del Perú a convertirse en comunista con carné habría sido trágico para él. Porque si se inscribía “Habrías vivido mal, Zavalita… en vez de editoriales en la ‘La Crónica’ contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de ‘Unidad’… o en las peor impresas de ‘Bandera Roja’…” (94). Su rebeldía tiene un límite. No puede ir más allá de eso. A pesar de odiar la dictadura y reclamarle a su padre sobre su condición de amigo del dictador, su actitud no es una cuestión político ideológico, sino resulta siendo una simple pataleta de niño engreído: “es que soy un poco loco” (51).
Esa pataleta de Zavalita al lector le permite obtener una radiografía de la dictadura de Odría, de sus fechorías, de los pactos para continuar en el poder. Odría está ahí de manera circunstancial, porque los verdaderos dueños del Perú así lo han querido, para “que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa que, después de todo, es suya ¿no?” (241). Ellos lo pusieron y ellos lo sacan de Palacio.
Santiago es un espectador de todas esas jugadas. Pretende involucrarse en esa guerra política, pero se da cuenta que ha elegido el equipo menos favorecido económicamente, pero tampoco puede regresar a su antiguo hogar de gran burgués. Finalmente le queda el camino intermedio, el de pequeño burgués que vive de su trabajo, alejado de la política. Lo de Cahuide es un recuerdo que sirve para contar a los amigos y entretenerse así.
Zavalita es un personaje que detesta la dictadura, a los militares, a “la gente decente”. Se casa “con una que puede ser su sirvienta” (344), a escondidas claro: su familia se escandaliza. Vive en una quinta. No acepta vivir como burgués. Elige otra forma de vida, contraria a su condición social.
Varguitas tiene algo de Zavalita; se casó con su tía, diez años mayor que él: su familia se escandaliza; detesta a las dictaduras, desde la figura paternal hasta Fujimori; detesta a los militares: les dio con palo y duro en La ciudad y los perros; los “avergonzó” en Pantaleón y las visitadoras, se involucró con Cahuide.
Sin embargo, decía que tiene algo de Zavalita. También tiene mucho de Zavala. Porque Vargas es “gente decente”: al igual que Zavala juega al poder con otros jugadores y ese juego no es gratuito, ese juego está lleno de pactos, que de eso sabe bastante Alan, con quien está de acuerdo quienes no deben ser presidente, en bien de la “gente decente”. Se ha “dado cuenta” de que García es amigo de la “gente decente”. No en vano el partido de Alan bordea los cien años de existencia en ese trajinar de pactos. “Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos… Aceptarían a cambio de la legalidad unas cuantas migajas” (242). Porque la “gente decente” no detesta todas las dictaduras, sino a los que tienen algo izquierdismo, de socialismo, de rojismo (ojo: en el caso de Fujimori más bien es una cuestión personal). Porque a los militares los limpió, los justificó en el caso Uchuraccay, en bien de la “gente decente”. Porque la “gente decente” de un país decente quiere bombardear un país no decente no se critica: mejor, hay que justificarlo. Todas esas cosas detestaba Zavalita. Por eso detestaba incluso a su padre.
En Conversación en La Catedral, Zavala muere detestado por su hijo. Zavalita es casi un Quijote a quien le persigue la pregunta de en qué momento se jodió el Perú, pero que no puede ver más allá, ni un ápice de esperanza para la humanidad. Su refugio es el periodismo, pero se divorcia de la política para siempre, asqueado de todo lo que ha visto.
En el Perú, Varguitas ha muerto; pero Vargas está vivo. Y este es un paladín no de la justicia en abstracto sino de la “gente decente”, ojo: a decir de Conversación en La Catedral.
*Mario Vargas Llosa. Conversación en La Catedral. Alfaguara. 2010.
viernes, 28 de enero de 2011
A los cien años de Arguedas
Después de 40 años de la muerte de Arguedas, el Perú se pone de pie en honor a su obra. Mejor, a 100 años de su nacimiento: centenario, exactamente el 18 de enero. Todos, menos el Apra encabezado por Alan, aunque el ministro de cultura (con minúscula, no me equivoqué), Juan Ocio (tampoco me equivoqué) ha discrepado, dizque.
Que por qué no han querido reconocer la obra de Arguedas desde palacio. Esa es cuestión de ideología y política. El escritor de Todas las sangres no configuró a los andinos como seres exóticos, como era de costumbre, sino desde dentro. José María, al comer y dormir con los indígenas, aprendió su lengua y sus costumbres. “Los indios y especialmente la indias vieron en mí como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que ellos”, decía en su testimonio. La cultura andina se metió en él, a pesar de “ser un blanco”. A tal punto que “yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios, los describían de una forma tan falsa”. Su obra es una respuesta contundente al discurso de lo andino de esa época.
El hecho de que José María conociera desde dentro al campesino andino hizo que se identificara con sus problemas; por ejemplo, con el de la tierra, analizada años atrás por Mariátegui. De ahí que su cuento “Agua” refleja una situación particular de tal problema: la distribución del agua en el regadío. Ni siquiera el cuento “Warmakuyay” (cuento tierno y hermoso por la temática de amor, dirán) deja de tratar la problemática indígena: el abuso del misti contra la muchacha de la que el warma (niño) Ernesto andaba enamorado. El señor todopoderoso e intocable se puede permitir de los placeres sexuales de “sus siervas”. Sin embargo, en este cuento el niño sabe que no podrá enfrentarse al hombre que violentó a la chica. Solo es cuestión de tiempo porque “cuando sea grande voy a matar a don Froilán”. Pero en el cuento anterior, Ernesto no tiene esa actitud: “hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha”, y le hiere en la cabeza a un misti abusivo con una corneta. Es que ante tanto abuso “nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande”. Palabras del personaje arguediano que dice basta a los abusos y desea justicia.
Sin embargo, donde se nota más su opción ideológica es en El Sexto, novela que grafica el mundo de la cárcel: el de los prisioneros políticos, donde el narrador, Gabriel, elije convivir con los socialistas, no con los apristas. Este se hace muy amigo de Cámac, que se encontraba muy enfermo y que “nunca asimiló bien la doctrina. Era un comunista intuitivo, por su clase y su casta”. También Gabriel ante la muerte de su amigo recibe el calificativo de “ser un soñador. No aprenderás nunca a ser político. Estimas a las personas, no los principios”. Los dos, pintados en toda su humanidad, son socialistas a su modo, pero socialistas (los del Gobierno los habrían preferido apristas). Y quizá Gabriel sea el mismo Arguedas, porque años después diría en su discurso (No soy un aculturado) que “La teoría socialista no solo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encausarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico”. Aunque para Mario Vargas Llosa “el socialismo no mató en él lo mágico, pero en sus mejores creaciones lo mágico mató al socialismo (es decir la ideología)”. El socialismo habría malogrado parte de la narrativa arguediana. Es su lectura.
Ahora bien, la presencia de “lo mágico” en la obra de Arguedas es inevitable; se encuentra en toda su narrativa porque al retratar al hombre andino en su lucha por la tierra, no puede eludir su danza, su música, su vivencia: su cultura tradicional; folclor dirán algunos. Sería falsificarlo y caer en el simple panfleto.
Entonces, en Arguedas encontramos “lo mágico”, pero también está presente el discurso socialista, justamente lo que al Apra no le gusta y menos a Varguitas. Ellos habrían preferido que Arguedas escribiera solo de danzaqs, de corridas de toros, de zumbayllus y wikullos. Así, el año 2011 habría llevado su nombre y quizá el nobel peruano no habría escrito La utopía arcaica.
Que por qué no han querido reconocer la obra de Arguedas desde palacio. Esa es cuestión de ideología y política. El escritor de Todas las sangres no configuró a los andinos como seres exóticos, como era de costumbre, sino desde dentro. José María, al comer y dormir con los indígenas, aprendió su lengua y sus costumbres. “Los indios y especialmente la indias vieron en mí como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que ellos”, decía en su testimonio. La cultura andina se metió en él, a pesar de “ser un blanco”. A tal punto que “yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios, los describían de una forma tan falsa”. Su obra es una respuesta contundente al discurso de lo andino de esa época.
El hecho de que José María conociera desde dentro al campesino andino hizo que se identificara con sus problemas; por ejemplo, con el de la tierra, analizada años atrás por Mariátegui. De ahí que su cuento “Agua” refleja una situación particular de tal problema: la distribución del agua en el regadío. Ni siquiera el cuento “Warmakuyay” (cuento tierno y hermoso por la temática de amor, dirán) deja de tratar la problemática indígena: el abuso del misti contra la muchacha de la que el warma (niño) Ernesto andaba enamorado. El señor todopoderoso e intocable se puede permitir de los placeres sexuales de “sus siervas”. Sin embargo, en este cuento el niño sabe que no podrá enfrentarse al hombre que violentó a la chica. Solo es cuestión de tiempo porque “cuando sea grande voy a matar a don Froilán”. Pero en el cuento anterior, Ernesto no tiene esa actitud: “hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha”, y le hiere en la cabeza a un misti abusivo con una corneta. Es que ante tanto abuso “nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande”. Palabras del personaje arguediano que dice basta a los abusos y desea justicia.
Sin embargo, donde se nota más su opción ideológica es en El Sexto, novela que grafica el mundo de la cárcel: el de los prisioneros políticos, donde el narrador, Gabriel, elije convivir con los socialistas, no con los apristas. Este se hace muy amigo de Cámac, que se encontraba muy enfermo y que “nunca asimiló bien la doctrina. Era un comunista intuitivo, por su clase y su casta”. También Gabriel ante la muerte de su amigo recibe el calificativo de “ser un soñador. No aprenderás nunca a ser político. Estimas a las personas, no los principios”. Los dos, pintados en toda su humanidad, son socialistas a su modo, pero socialistas (los del Gobierno los habrían preferido apristas). Y quizá Gabriel sea el mismo Arguedas, porque años después diría en su discurso (No soy un aculturado) que “La teoría socialista no solo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encausarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico”. Aunque para Mario Vargas Llosa “el socialismo no mató en él lo mágico, pero en sus mejores creaciones lo mágico mató al socialismo (es decir la ideología)”. El socialismo habría malogrado parte de la narrativa arguediana. Es su lectura.
Ahora bien, la presencia de “lo mágico” en la obra de Arguedas es inevitable; se encuentra en toda su narrativa porque al retratar al hombre andino en su lucha por la tierra, no puede eludir su danza, su música, su vivencia: su cultura tradicional; folclor dirán algunos. Sería falsificarlo y caer en el simple panfleto.
Entonces, en Arguedas encontramos “lo mágico”, pero también está presente el discurso socialista, justamente lo que al Apra no le gusta y menos a Varguitas. Ellos habrían preferido que Arguedas escribiera solo de danzaqs, de corridas de toros, de zumbayllus y wikullos. Así, el año 2011 habría llevado su nombre y quizá el nobel peruano no habría escrito La utopía arcaica.
NVP
sábado, 22 de enero de 2011
¡Viva Luis Pardo!
De niño escuchaba cuentos sobre un bandolero que robaba a los hacendados y a los ricos para repartirlo entre los pobres. Entonces yo me imaginaba a ese tal Luis Pardo montado a caballo, con dos revólveres al cinto, una carabina colgada del hombre, harta bala en las correas. Y cuando jugábamos a los pistoleros, también me imaginaba en tridimensional las andanzas de este bandolero: una especie de héroe popular, una leyenda; atacando ranchos, arreando ganados para repartir la carne en los pueblos que visitaba. La gente, en retribución, le ayudaba como espía contra los policías.
El bandolero en cuestión, no solo robaba como cualquier otro bandido, sino que se encargaba de darle su pateadura a los jueces, hacendados y prefectos abusivos; también ridiculizar a los policías que defendían a estos; de cuando en cuando dejarles sin armas, sin uniforme: humillados, como para que se den cuenta de que estaban en el bando incorrecto, pero estos, tercos como la mula, dale con andar tras el bandolero solo porque le metió un tiro de pistola al gamonal abusivo.
Hasta me ponía poncho (en el juego) para andar en mi caballo de palo e imitar a Luis Pardo, el de los cuentos, también con mi pistola de palo a la cintura y mi carabina al hombre, claro, también de palo. El juego de seguir los pasos del bandolero terminó cuando, al pueblo donde yo vivía, llegaron unos hombres de uniforme que traían pistolas de verdad y “carabinas” que disparaban balas por montón. Entonces, el juego a ser Luis Pardo se hizo peligroso porque tanto mi pistola y mi carabina de palo tenían forma de armas reales: mi padre los había tallado. Luego, él mismo se encargó de quemarlos. Eran tiempos en que estos uniformados no eran precisamente los buenos del cuento; eran de los que se metían a tu casa a cualquier hora de la noche sin tocar la puerta y te encañonaban con sus pistolas no de palo. Hasta te desaparecían. Y ni jueces, ni alcaldes, ni párrocos decían esta boca es mía. Mientras tanto yo andaba pensando sobre cómo sería si el tal Luis Pardo fuera real y apareciera de pronto por ahí. Pero cómo yo ya sabía que cuento es cuento, solo me quedaba imaginar esa escena y nada más.
Sin embargo, luego de años encuentro una novela que me recuerda justamente esos cuentos de antaño, donde Luis Pardo sigue siendo el héroe, el que roba a hacendados para dárselo a los campesinos y pastores pobres. Estos, en reciprocidad, incluso le ayudan a liquidar a un subprefecto, líder de un grupo de bandoleros, quienes arrasan todo a su paso; también le ayudan a escapar de la policía que anda tras sus pasos. Luis Pardo, el de la los cuentos de mi infancia, ha regresado, solo que esta vez en novela. Yo casi ya había olvidado al personaje, pero gracias a Óscar Colchado vuelvo a recordarlo. Me refiero a su novela ¡Viva Luis Pardo!
El bandolero en cuestión, no solo robaba como cualquier otro bandido, sino que se encargaba de darle su pateadura a los jueces, hacendados y prefectos abusivos; también ridiculizar a los policías que defendían a estos; de cuando en cuando dejarles sin armas, sin uniforme: humillados, como para que se den cuenta de que estaban en el bando incorrecto, pero estos, tercos como la mula, dale con andar tras el bandolero solo porque le metió un tiro de pistola al gamonal abusivo.
Hasta me ponía poncho (en el juego) para andar en mi caballo de palo e imitar a Luis Pardo, el de los cuentos, también con mi pistola de palo a la cintura y mi carabina al hombre, claro, también de palo. El juego de seguir los pasos del bandolero terminó cuando, al pueblo donde yo vivía, llegaron unos hombres de uniforme que traían pistolas de verdad y “carabinas” que disparaban balas por montón. Entonces, el juego a ser Luis Pardo se hizo peligroso porque tanto mi pistola y mi carabina de palo tenían forma de armas reales: mi padre los había tallado. Luego, él mismo se encargó de quemarlos. Eran tiempos en que estos uniformados no eran precisamente los buenos del cuento; eran de los que se metían a tu casa a cualquier hora de la noche sin tocar la puerta y te encañonaban con sus pistolas no de palo. Hasta te desaparecían. Y ni jueces, ni alcaldes, ni párrocos decían esta boca es mía. Mientras tanto yo andaba pensando sobre cómo sería si el tal Luis Pardo fuera real y apareciera de pronto por ahí. Pero cómo yo ya sabía que cuento es cuento, solo me quedaba imaginar esa escena y nada más.
Sin embargo, luego de años encuentro una novela que me recuerda justamente esos cuentos de antaño, donde Luis Pardo sigue siendo el héroe, el que roba a hacendados para dárselo a los campesinos y pastores pobres. Estos, en reciprocidad, incluso le ayudan a liquidar a un subprefecto, líder de un grupo de bandoleros, quienes arrasan todo a su paso; también le ayudan a escapar de la policía que anda tras sus pasos. Luis Pardo, el de la los cuentos de mi infancia, ha regresado, solo que esta vez en novela. Yo casi ya había olvidado al personaje, pero gracias a Óscar Colchado vuelvo a recordarlo. Me refiero a su novela ¡Viva Luis Pardo!
viernes, 24 de diciembre de 2010
La hipocresía del señor Vargas Llosa
Por Rafael Inocente
Alguien mencionó alguna vez que Arequipa había producido lo peor y lo mejor del Perú. Mencionaba ese alguien a Vladimiro Montesinos, Abimael Guzmán, Héctor Cornejo Chávez, Hernando de Soto y Mario Vargas Llosa, como ejemplos palmarios de su afirmación extremista. En 1996 Montesinos ya se había hecho del poder en complicidad con los militares y Kenya Fujimori. Abimael Guzmán, encerrado en las mazmorras de la Base Naval, se descamaba lentamente, y don Mario, huido a Europa, publicaba a sus 59 años —la misma edad que tenía Arguedas cuando se disparó un tiro en la Agraria— el libro que yo devoraba vorazmente. Una legislación antiterrorista, violatoria de todas las garantías del debido proceso, permanecía incólume, mientras los jueces sin rostro encerraban a miles de inocentes a través de una maquinaria atroz que concedía facultades extraordinarias a la policía en la fase de investigación y se juzgaba a civiles en cortes militares, con la más absoluta impunidad. Más de veinte mil peruanos de a pie, culpables e inocentes, sufrían cruel carcelería y sus derechos básicos eran vulnerados hasta la náusea por las condiciones de las mazmorras fujimontesinistas.
En este contexto leí ese híbrido llamado La Utopía Arcaica. ¿A qué se refiere el título del libro? ¿En qué consiste una utopía arcaica? Elaborada mediante el cruce de tres temas capitales —la vida de José María Arguedas, el análisis de su obra literaria y la historia del indigenismo peruano—, el libro es un alegato contra la vida y obra de José María Arguedas, partiendo de la premisa de que literatura y biografía son partes indisociables de un todo. A lo largo de sus páginas se respira un ambiente de degradación, bronca y encono. Según Vargas Llosa en la obra literaria de Arguedas existiría un anhelo de reivindicación prehispánica, proyecto irreal, que consistiría en el restablecimiento de un Perú antiguo, arcaico, colectivista, tradicional, rural y mágico-religioso. El gran tema es el mundo andino, que por sus características geográficas y culturales representaría una forma más profunda y auténtica de humanidad que los desiertos y valles costeros. El Perú aparece como una sociedad fragmentada, enfrentada, injusta, pícara pero sumisa, un rompecabezas mal hecho y estropeado. Ahora como en aquél 1996 me cuesta mucho comprender cómo una sociedad así, pueda seguir sobreviviendo. Quizá la violencia interna que vivimos en los últimos años sea un indicador de que tales contraposiciones sociales y culturales desembocan en graves conflictos, cuando no en sangrientas guerras fratricidas. Así, según Vargas Llosa, en la obra de Arguedas se vería expresada una fantasía histórica, según la cual el pueblo indígena creó en los Andes una civilización moralmente superior a la que trajeron los europeos y que sobreviviría en los indígenas de hoy. Siguiendo su razonamiento, la obra de Arguedas sería parte de una tendencia reaccionaria dentro de la corriente indigenista, con contenido notoriamente racista, parte de una “superchería audaz” del autor de inventarse una sierra y un Perú a la medida de sus fantasías.
Esto es, letras más, letras menos, lo que nos plantea Vargas Llosa frente al desgarrador panorama peruano. En el epílogo de su novela póstuma El Zorro de arriba y el Zorro de abajo, Arguedas inserta un texto titulado “No soy un aculturado”. Aquí expone su ideal de un Perú moderno y multicultural con matriz andina, muy lejos de una utopía indigenista reaccionaria como la ha presentado Vargas Llosa, premio Rockfeller 1988. En el planteamiento de Arguedas se hace presente la tensión entre el ideal de la modernidad por un lado, y el ideal de la diversidad cultural, por otro. Al leer las obras de Arguedas, sus artículos periodísticos, sus ensayos y cartas, vemos que lo que plantea el andahuaylino es una síntesis entre ambos proyectos opuestos. Para Vargas Llosa, por el contrario, modernizarse es abolir lo mágico y renunciar a las creencias y costumbres tradicionales. El camino a la modernidad, según las fanáticas posiciones ultraderechistas del arequipeño admirador de Margaret Tatcher, llegará a través del libre mercado, las elecciones libres y la alternancia de poderes.
Por eso no me ha asombrado la tosquedad ideológica del discurso Nobel de Mario Vargas Llosa ni el hipócrita besito en la mejilla a un Alan García que antes despreciaba, al mejor estilo de la Camorra napolitana. Su grosero llamado a la defensa de la democracia liberal, el pluralismo político, la tolerancia, los derechos humanos, las elecciones libres y toda esa monserga liberal que le ha convertido en portavoz de los malcriados del mundo. Para don Mario el asunto es de una claridad meridiana: modernidad o atraso, libre mercado o estado. Lo que olvida convenientemente el novelista arequipeño es que tal dicotomía en épocas de globoidiotización es falaz: el mercado compra estados, los corrompe, los coopta, los prostituye. El estado, una figura tradicionalmente irrelevante en las sociedades sudamericanas, ha sido absolutamente incapaz de cumplir con su principal función contemporánea, a saber, dotar de bienestar a los grupos desposeídos, pero sí ha servido para monopolizar el uso de la violencia y cobrar los impuestos. El mercado en un modelo económico excluyente e injusto como el que defiende Vargas con sus veinte uñas usurpa las funciones del estado para beneficio de las multinacionales, aquellas que portarían los estandartes del progreso y la modernidad, mitos caros de Varguitas, tan mortales como el nacionalismo que dice detestar con fervor anarquista.
Una tremenda ficción ha traficado Vargas Llosa en su discurso, ¡qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene identidad porque las tiene todas!, en medio de la algarabía de una Lima tan colonial como hace cuatrocientos años. Aclamado por la intelectualidad criollo-parasitaria y por el populacho feroz, aplaudido a rabiar por esa partida de huevones que son sus herederos literarios nativos, la palabra de don Mario es ley. Osar contradecir las ideas que ha soltado desde su particular Olimpo sueco, significa ganarse la condena a muerte en este mezquino y argollero mundo literario. Pero como lo que menos me interesa es convertirme en un escritor profesional —aquél tipo que diariamente se sienta frente a su escritorio y escribe novelas como quien va a la oficina— cojo la flor lanzada por don Mario y se lo espeto: no sea usted tan memo, señordón, menos aún cite a Borges para refrendar la falacia que pretende comerciar bajo el manto de un pretendido pluralismo. Ni en Argentina, un país cuyas tres cuartas partes de habitantes descienden directamente del hambre de Europa (o de los barcos como prefería decirlo Borges con filosa ironía), permitirían esa infeliz provocación al más majadero de sus escritores. Pretender que el Perú —un país fragmentado en donde domina una élite corrupta descendiente de encomenderos, un país cuyo componente poblacional indígena es tan sólo comparable al de Guatemala o Bolivia— no tiene identidad porque las tiene todas, es como querer tapar el sol con un dedo y negarse a ver lo evidente: tras quinientos años de invasión europea, evangelización, masacres y leyes ilegítimas, la sangre y la cultura indígenas están todavía vivas y resisten activamente a ruines, ladrones, asesinos y escritores profesionales. Pretender que en estas tierras en donde germinó y se desarrolló uno de los grandes focos culturales de la humanidad entera, merced a un solo tronco étnico, no hay identidad porque hay muchas, es como soltar la especie de que en Egipto no hay identidad porque un grupúsculo de alemanes e ingleses se asentó en tierras del Nilo. ¿O es que acaso nos tragamos el sapo de que por un puñadito de italianos, chinos o negros que los poderosos importaron para labores subalternas, tenemos la identidad de aquellos pueblos? La matriz cultural del país, la que nos otorga potencia y flexibilidad, aquí en la China o en la Cochinchina es la Andina, sin caer en chauvinismos ni en localismos excluyentes.
Como si esto fuera poco, don Mario se ha atrevido a arrogarse para sí y para los de su etnoclase el papel emancipador del indígena. Enorgullecido del arrojo de los tatarabuelos peninsulares que vinieron a invadir, violar y robar a estas tierras, ha tenido el descaro de eximir de su responsabilidad histórica a la Metrópoli en el saqueo y expoliación de las riquezas de Abya-Yala, las que sirvieron para edificar la prosperidad europea. Pareciera que el exilio, que más bien debería ser una prueba de fuego de toda identidad, a Vargas Llosa sólo le ha exacerbado el apego endogámico al clan materno. Si nos atenemos a quienes si han sufrido un verdadero exilio, éste no da, en rigor, ninguna identidad. Por el contrario, supone un desafío. Pone a prueba la identidad que uno trae. La cháchara de Vargas Llosa, los lugares comunes que ha repetido en su imprudente discurso, el insulto callejonero a pueblos sudamericanos (Cuba, Venezuela y Bolivia) que han elegido un camino diferente al de su utopía fanática, la obcecada defensa del imperio y la democracia liberal, ese “buen camino” que imponen los Bush y los bildelbergers a sangre y fuego, resulta a estas alturas intragable y pintan al novelista bipolar, peruano por accidente geográfico como se reputó él mismo, arruinado moralmente desde antes de la eyección del Informe Uchuraccay: sus ficciones son supuestamente libertarias, pero en la realidad patrocina un sistema económico basado en la injusticia y el robo. Si alguna vez Mario Vargas Llosa intentó explicar su itinerario ideológico-político como un tránsito de Sartre a Camus, hoy tamaña impertinencia cae por sí sola. Como afirma Miguel Gutiérrez, en un espectacular salto hacia atrás Mario Vargas Llosa ha caído en el lugar exacto dejado por Riva Agûero. Sí: la derecha peruana cuenta con MVLl con un Riva Agûero redivivo. Y por eso hay que combatirlo.
Alguien mencionó alguna vez que Arequipa había producido lo peor y lo mejor del Perú. Mencionaba ese alguien a Vladimiro Montesinos, Abimael Guzmán, Héctor Cornejo Chávez, Hernando de Soto y Mario Vargas Llosa, como ejemplos palmarios de su afirmación extremista. En 1996 Montesinos ya se había hecho del poder en complicidad con los militares y Kenya Fujimori. Abimael Guzmán, encerrado en las mazmorras de la Base Naval, se descamaba lentamente, y don Mario, huido a Europa, publicaba a sus 59 años —la misma edad que tenía Arguedas cuando se disparó un tiro en la Agraria— el libro que yo devoraba vorazmente. Una legislación antiterrorista, violatoria de todas las garantías del debido proceso, permanecía incólume, mientras los jueces sin rostro encerraban a miles de inocentes a través de una maquinaria atroz que concedía facultades extraordinarias a la policía en la fase de investigación y se juzgaba a civiles en cortes militares, con la más absoluta impunidad. Más de veinte mil peruanos de a pie, culpables e inocentes, sufrían cruel carcelería y sus derechos básicos eran vulnerados hasta la náusea por las condiciones de las mazmorras fujimontesinistas.
En este contexto leí ese híbrido llamado La Utopía Arcaica. ¿A qué se refiere el título del libro? ¿En qué consiste una utopía arcaica? Elaborada mediante el cruce de tres temas capitales —la vida de José María Arguedas, el análisis de su obra literaria y la historia del indigenismo peruano—, el libro es un alegato contra la vida y obra de José María Arguedas, partiendo de la premisa de que literatura y biografía son partes indisociables de un todo. A lo largo de sus páginas se respira un ambiente de degradación, bronca y encono. Según Vargas Llosa en la obra literaria de Arguedas existiría un anhelo de reivindicación prehispánica, proyecto irreal, que consistiría en el restablecimiento de un Perú antiguo, arcaico, colectivista, tradicional, rural y mágico-religioso. El gran tema es el mundo andino, que por sus características geográficas y culturales representaría una forma más profunda y auténtica de humanidad que los desiertos y valles costeros. El Perú aparece como una sociedad fragmentada, enfrentada, injusta, pícara pero sumisa, un rompecabezas mal hecho y estropeado. Ahora como en aquél 1996 me cuesta mucho comprender cómo una sociedad así, pueda seguir sobreviviendo. Quizá la violencia interna que vivimos en los últimos años sea un indicador de que tales contraposiciones sociales y culturales desembocan en graves conflictos, cuando no en sangrientas guerras fratricidas. Así, según Vargas Llosa, en la obra de Arguedas se vería expresada una fantasía histórica, según la cual el pueblo indígena creó en los Andes una civilización moralmente superior a la que trajeron los europeos y que sobreviviría en los indígenas de hoy. Siguiendo su razonamiento, la obra de Arguedas sería parte de una tendencia reaccionaria dentro de la corriente indigenista, con contenido notoriamente racista, parte de una “superchería audaz” del autor de inventarse una sierra y un Perú a la medida de sus fantasías.
Esto es, letras más, letras menos, lo que nos plantea Vargas Llosa frente al desgarrador panorama peruano. En el epílogo de su novela póstuma El Zorro de arriba y el Zorro de abajo, Arguedas inserta un texto titulado “No soy un aculturado”. Aquí expone su ideal de un Perú moderno y multicultural con matriz andina, muy lejos de una utopía indigenista reaccionaria como la ha presentado Vargas Llosa, premio Rockfeller 1988. En el planteamiento de Arguedas se hace presente la tensión entre el ideal de la modernidad por un lado, y el ideal de la diversidad cultural, por otro. Al leer las obras de Arguedas, sus artículos periodísticos, sus ensayos y cartas, vemos que lo que plantea el andahuaylino es una síntesis entre ambos proyectos opuestos. Para Vargas Llosa, por el contrario, modernizarse es abolir lo mágico y renunciar a las creencias y costumbres tradicionales. El camino a la modernidad, según las fanáticas posiciones ultraderechistas del arequipeño admirador de Margaret Tatcher, llegará a través del libre mercado, las elecciones libres y la alternancia de poderes.
Por eso no me ha asombrado la tosquedad ideológica del discurso Nobel de Mario Vargas Llosa ni el hipócrita besito en la mejilla a un Alan García que antes despreciaba, al mejor estilo de la Camorra napolitana. Su grosero llamado a la defensa de la democracia liberal, el pluralismo político, la tolerancia, los derechos humanos, las elecciones libres y toda esa monserga liberal que le ha convertido en portavoz de los malcriados del mundo. Para don Mario el asunto es de una claridad meridiana: modernidad o atraso, libre mercado o estado. Lo que olvida convenientemente el novelista arequipeño es que tal dicotomía en épocas de globoidiotización es falaz: el mercado compra estados, los corrompe, los coopta, los prostituye. El estado, una figura tradicionalmente irrelevante en las sociedades sudamericanas, ha sido absolutamente incapaz de cumplir con su principal función contemporánea, a saber, dotar de bienestar a los grupos desposeídos, pero sí ha servido para monopolizar el uso de la violencia y cobrar los impuestos. El mercado en un modelo económico excluyente e injusto como el que defiende Vargas con sus veinte uñas usurpa las funciones del estado para beneficio de las multinacionales, aquellas que portarían los estandartes del progreso y la modernidad, mitos caros de Varguitas, tan mortales como el nacionalismo que dice detestar con fervor anarquista.
Una tremenda ficción ha traficado Vargas Llosa en su discurso, ¡qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene identidad porque las tiene todas!, en medio de la algarabía de una Lima tan colonial como hace cuatrocientos años. Aclamado por la intelectualidad criollo-parasitaria y por el populacho feroz, aplaudido a rabiar por esa partida de huevones que son sus herederos literarios nativos, la palabra de don Mario es ley. Osar contradecir las ideas que ha soltado desde su particular Olimpo sueco, significa ganarse la condena a muerte en este mezquino y argollero mundo literario. Pero como lo que menos me interesa es convertirme en un escritor profesional —aquél tipo que diariamente se sienta frente a su escritorio y escribe novelas como quien va a la oficina— cojo la flor lanzada por don Mario y se lo espeto: no sea usted tan memo, señordón, menos aún cite a Borges para refrendar la falacia que pretende comerciar bajo el manto de un pretendido pluralismo. Ni en Argentina, un país cuyas tres cuartas partes de habitantes descienden directamente del hambre de Europa (o de los barcos como prefería decirlo Borges con filosa ironía), permitirían esa infeliz provocación al más majadero de sus escritores. Pretender que el Perú —un país fragmentado en donde domina una élite corrupta descendiente de encomenderos, un país cuyo componente poblacional indígena es tan sólo comparable al de Guatemala o Bolivia— no tiene identidad porque las tiene todas, es como querer tapar el sol con un dedo y negarse a ver lo evidente: tras quinientos años de invasión europea, evangelización, masacres y leyes ilegítimas, la sangre y la cultura indígenas están todavía vivas y resisten activamente a ruines, ladrones, asesinos y escritores profesionales. Pretender que en estas tierras en donde germinó y se desarrolló uno de los grandes focos culturales de la humanidad entera, merced a un solo tronco étnico, no hay identidad porque hay muchas, es como soltar la especie de que en Egipto no hay identidad porque un grupúsculo de alemanes e ingleses se asentó en tierras del Nilo. ¿O es que acaso nos tragamos el sapo de que por un puñadito de italianos, chinos o negros que los poderosos importaron para labores subalternas, tenemos la identidad de aquellos pueblos? La matriz cultural del país, la que nos otorga potencia y flexibilidad, aquí en la China o en la Cochinchina es la Andina, sin caer en chauvinismos ni en localismos excluyentes.
Como si esto fuera poco, don Mario se ha atrevido a arrogarse para sí y para los de su etnoclase el papel emancipador del indígena. Enorgullecido del arrojo de los tatarabuelos peninsulares que vinieron a invadir, violar y robar a estas tierras, ha tenido el descaro de eximir de su responsabilidad histórica a la Metrópoli en el saqueo y expoliación de las riquezas de Abya-Yala, las que sirvieron para edificar la prosperidad europea. Pareciera que el exilio, que más bien debería ser una prueba de fuego de toda identidad, a Vargas Llosa sólo le ha exacerbado el apego endogámico al clan materno. Si nos atenemos a quienes si han sufrido un verdadero exilio, éste no da, en rigor, ninguna identidad. Por el contrario, supone un desafío. Pone a prueba la identidad que uno trae. La cháchara de Vargas Llosa, los lugares comunes que ha repetido en su imprudente discurso, el insulto callejonero a pueblos sudamericanos (Cuba, Venezuela y Bolivia) que han elegido un camino diferente al de su utopía fanática, la obcecada defensa del imperio y la democracia liberal, ese “buen camino” que imponen los Bush y los bildelbergers a sangre y fuego, resulta a estas alturas intragable y pintan al novelista bipolar, peruano por accidente geográfico como se reputó él mismo, arruinado moralmente desde antes de la eyección del Informe Uchuraccay: sus ficciones son supuestamente libertarias, pero en la realidad patrocina un sistema económico basado en la injusticia y el robo. Si alguna vez Mario Vargas Llosa intentó explicar su itinerario ideológico-político como un tránsito de Sartre a Camus, hoy tamaña impertinencia cae por sí sola. Como afirma Miguel Gutiérrez, en un espectacular salto hacia atrás Mario Vargas Llosa ha caído en el lugar exacto dejado por Riva Agûero. Sí: la derecha peruana cuenta con MVLl con un Riva Agûero redivivo. Y por eso hay que combatirlo.
viernes, 3 de diciembre de 2010
ENTREVISTA A ENRIQUE ROSAS PARAVICINO
Por: Niko Velita
El gran señor es una novela que ha abordado la temática de la violencia política. Casi toda la historia se desarrolla en un santuario, en un ambiente religioso. Unos subversivos se infiltran ahí. El objetivo es aniquilar a sus enemigos y pasar desapercibidos bajo el disfraz de pabluchas y las explosiones de los cohetes. Sin embargo, los participantes de esa festividad, al darse cuenta de la presencia de ellos, los capturan y les entregan a las autoridades. Eso en una època contemporánea, porque además cuenta historias de la lucha por las tierras de épocas pasadas entre hacendados y campesinos; y la historia de Mateo Pumacahua, quien como fantasma expía sus culpas. De esta manera, Rosas Paravicino nos da a entender que la violencia no es de ahora: es de antaño. En la presente entrevista, que el autor ha concedido amablemente por vía internet, habla de la narrativa de la violencia política y de su novela.
La guerra interna ha dejado profundas huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a ello?
Igual que otros miles de peruanos fui testigo del cruento proceso de la guerra. Detenciones, torturas y asesinatos comenzaron a ensombrecer el panorama nacional a partir de la década del ochenta. El gobierno expidió la ley de la apología del terrorismo, con la que se acallaba la conciencia crítica de la ciudadanía. A pesar de ello, algunos escritores dimos a conocer temprano nuestros textos con relación a la violencia creciente. En 1986 Julio Ortega publicó “Adiós Ayacucho”, Luis Nieto Degregori al año siguiente, “Harta cerveza, harta bala”, yo publiqué en 1988 “Al filo del rayo”, Dante Castro ganó en 1987 el segundo puesto del Copé de cuento con “Ñakay pacha”. Tuvimos el coraje de jugarnos el pellejo en un período de abierta represión brutal. Nuestro testimonio queda en la palabra hecha denuncia e indignación, justo cuando aquel baño de sangre se tornaba incontrolable y las hienas rondaban en torno de los cadáveres.
Este asunto de la guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?
La guerra interna ha marcado a fuego vivo nuestra cultura en las últimas décadas. Y como parte de ello, la creación literaria, más específicamente la novelística, por su condición de género totalizador refleja y procesa de varias maneras el ciclo violento que la sociedad peruana vivió a fines del siglo XX. Siempre un novelista aspira a comprender e interpretar su época. En ese afán, extrae la savia de su creación de la mata misma de los sucesos de su tiempo. Si la psiquis colectiva está tatuada de tragedia y dolor, es lógico que la novela peruana esté al nivel de ese estado de ánimo. Rosa Cuchillo, Abril rojo, La hora azul, Retablo, La niña de nuestros ojos, entre otras, son evidencias de que hay una nueva ruta avanzada en el género. Aunque ciertamente el número de novelas es mayor. Mark Cox anotaba que hasta el año 2008 había 68 novelas publicadas alrededor del conflicto bélico interno.
¿Qué autores cree que han trabajado mejor la temática de la guerra interna?
Aún es temprano para efectuar un balance definitivo, pero a título personal me quedo con los aportes de Oscar Colchado, Dante Castro Arrasco, Luis Nieto Degregori, Julio Ortega, Alonso Cueto, Miguel Arribasplata, Eduardo Huarag y Santiago Roncagliolo, entre otros.
¿Cómo han influido los sucesos de la guerra interna en su quehacer literario?
En su novela El gran señor los subversivos se infiltran en el santuario, entre la gente con fervor religioso, incluso asesinan ahí. Se profana lo sagrado. ¿Los subversivos son herejes desde esta perspectiva? ¿Se ha visto situaciones parecidas en la realidad?
Responderé a esta pregunta con un caso real. En mi calidad de peregrino de la festividad de Qoyllurit’i del Cusco, vi una vez que dos jóvenes danzaban indistintamente en las comparsas de bailarines de Ocongate y Paucartambo. Ambos eran alumnos míos en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco. Los conocía desde hacía varios semestres como radicales activistas de la izquierda legal. Sin embargo, más adelante me enteré que ambos terminaron enrolándose en las filas de Sendero Luminoso. Aquí participarían de atentados sangrientos, con secuelas trágicas hasta la vez que la policía desbarató al comando sedicioso y capturó a sus componentes. Una tarde, los presentó a todos en conferencia de prensa y allí estaban los dos danzantes del santuario. Más que simples herejes, ambos habían derivado en militantes de un proyecto político que anunciaba barrer el sistema para, sobre sus escombros, construir otro tipo de sociedad. Este caso nos demuestra que, en los Andes, no hay mayor divorcio entre la práctica religiosa popular y la opción política violenta.
En varias novelas, los ronderos aparecen como delincuentes. Su personaje, el comandante Huaroto, no se libra de esta descripción.
La guerra interna también engendró hijos de una particular tipología moral. Tanto en el bando subversivo como entre las llamadas fuerzas del orden se dieron casos de individuos con un perfil psicológico que rayaba en la simple perpetración de delitos. Aquí es pertinente retrotraer la figura del denominado comandante Huayhuaco, un personaje de la vida real, vinculado al narcotráfico, dueño de un prontuario policial deleznable, pero que cuando su territorio se ve afectado por la presencia de los sediciosos, él se alía con el ejército y se convierte en un cabecilla antisubversivo importante. Lo paradójico es que el Estado que representa a la legalidad, termina asociándose con un jefe mafioso requisitoriado por el poder judicial. En mi novela El gran señor yo invento un personaje análogo: el Comandante Huaroto que viene a ser un Huayhuaco operando en la región sur, un sujeto sin bandera ni principios, capaz de cometer cualquier vesania, bajo el paraguas de su alianza con los militares. No sé si me salió bien, pero ahí está.
La historia oficial presenta a Mateo Pumacahua como un héroe. Usted no. Este personaje paga sus culpas en su condición de fantasma.
Pumacahua representa al sujeto histórico controvertido. En noviembre de 1780 el destino le dio la oportunidad de involucrarse en el proyecto político de Túpac Amaru (su par en términos de casta y autoridad), pero él prefirió unirse a los españoles, para combatir la sublevación de Túpac Amaru. Su actuación en aquella guerra fue decisiva para el triunfo de los realistas. Tres décadas después, ya sofocada la rebelión y luego de ocupar altos cargos burocráticos, Pumacahua siente que de nuevo la guerra toca su puerta. Esta vez son los criollos del Cusco que se han sublevado contra el rey de España. Le proponen la jefatura del ejército alzado y Pumacahua les acepta, acaso remordido por el genocidio que perpetró en el conflicto anterior. No calculó el tamaño de la nueva aventura. Tras una difícil campaña militar fue derrotado en la batalla de Umachiri y luego fusilado en la plaza de Sicuani, como traidor al rey. En la novela lo presento como un condenado (fantasma) que debe penar de los siglos por los siglos entre los picachos de los Andes. Sufre de un remordimiento profundo por sus actos en vida y sus recuerdos se focalizan en el Cusco, allí donde gozó del poder y la fortuna.
Con la presencia de Pumacahua y las luchas por la tierra que usted narra en su novela, ¿podemos decir que la violencia no se inicia en 1980, sino que nuestra historia está llena de eso?
Siete truenos, siete días, en que Isolda consigue liberar a Alberto, siete subversivos, siete pabluchas. ¿Alguna simbología?
Sí; un intento de elaborar una cábala andina, similar a la cábala judía donde el número clave es el tres.
Finalmente ¿qué proyectos tiene como escritor?
Varios. Siempre en el género narrativo y con temas que tienen que ver con los procesos sociales e históricos del país. Por ahora no quisiera puntualizar sobre algún proyecto en especial. Primero que nazca la criatura para luego especificar los pormenores de su existencia. Gracias.
El gran señor es una novela que ha abordado la temática de la violencia política. Casi toda la historia se desarrolla en un santuario, en un ambiente religioso. Unos subversivos se infiltran ahí. El objetivo es aniquilar a sus enemigos y pasar desapercibidos bajo el disfraz de pabluchas y las explosiones de los cohetes. Sin embargo, los participantes de esa festividad, al darse cuenta de la presencia de ellos, los capturan y les entregan a las autoridades. Eso en una època contemporánea, porque además cuenta historias de la lucha por las tierras de épocas pasadas entre hacendados y campesinos; y la historia de Mateo Pumacahua, quien como fantasma expía sus culpas. De esta manera, Rosas Paravicino nos da a entender que la violencia no es de ahora: es de antaño. En la presente entrevista, que el autor ha concedido amablemente por vía internet, habla de la narrativa de la violencia política y de su novela.
La guerra interna ha dejado profundas huellas en los peruanos. ¿Cuál es su testimonio con respecto a ello?
Igual que otros miles de peruanos fui testigo del cruento proceso de la guerra. Detenciones, torturas y asesinatos comenzaron a ensombrecer el panorama nacional a partir de la década del ochenta. El gobierno expidió la ley de la apología del terrorismo, con la que se acallaba la conciencia crítica de la ciudadanía. A pesar de ello, algunos escritores dimos a conocer temprano nuestros textos con relación a la violencia creciente. En 1986 Julio Ortega publicó “Adiós Ayacucho”, Luis Nieto Degregori al año siguiente, “Harta cerveza, harta bala”, yo publiqué en 1988 “Al filo del rayo”, Dante Castro ganó en 1987 el segundo puesto del Copé de cuento con “Ñakay pacha”. Tuvimos el coraje de jugarnos el pellejo en un período de abierta represión brutal. Nuestro testimonio queda en la palabra hecha denuncia e indignación, justo cuando aquel baño de sangre se tornaba incontrolable y las hienas rondaban en torno de los cadáveres.
Este asunto de la guerra interna, ¿cómo incide en el quehacer novelístico actualmente?
La guerra interna ha marcado a fuego vivo nuestra cultura en las últimas décadas. Y como parte de ello, la creación literaria, más específicamente la novelística, por su condición de género totalizador refleja y procesa de varias maneras el ciclo violento que la sociedad peruana vivió a fines del siglo XX. Siempre un novelista aspira a comprender e interpretar su época. En ese afán, extrae la savia de su creación de la mata misma de los sucesos de su tiempo. Si la psiquis colectiva está tatuada de tragedia y dolor, es lógico que la novela peruana esté al nivel de ese estado de ánimo. Rosa Cuchillo, Abril rojo, La hora azul, Retablo, La niña de nuestros ojos, entre otras, son evidencias de que hay una nueva ruta avanzada en el género. Aunque ciertamente el número de novelas es mayor. Mark Cox anotaba que hasta el año 2008 había 68 novelas publicadas alrededor del conflicto bélico interno.
¿Qué autores cree que han trabajado mejor la temática de la guerra interna?
Aún es temprano para efectuar un balance definitivo, pero a título personal me quedo con los aportes de Oscar Colchado, Dante Castro Arrasco, Luis Nieto Degregori, Julio Ortega, Alonso Cueto, Miguel Arribasplata, Eduardo Huarag y Santiago Roncagliolo, entre otros.
¿Cómo han influido los sucesos de la guerra interna en su quehacer literario?
De manera abrupta y definitoria; particularmente las masacres de Accomarca, Uchuraccay, Lucanamarca y otros episodios similares que se dieron en los años ochenta. La sangrienta fuga de los presos del penal de Ayacucho es otro suceso que anuncia el cambio de rumbo de la guerra. En ese contexto, no tenía mayor sentido que un escritor de marcada sensibilidad social, haga lírica personal o abstracciones metafísicas. Había que acatar el ritmo duro de la época, procesar el dolor colectivo y, desde la instancia de la palabra, contribuir con la imaginación y el talento para que termine el desangre nacional, para darle un registro estético (de una estética cruel) al más grande genocidio que se dio en nuestra historia republicana. Sólo así nuestra palabra tendría valor ético, social y testimonial.
En su novela El gran señor los subversivos se infiltran en el santuario, entre la gente con fervor religioso, incluso asesinan ahí. Se profana lo sagrado. ¿Los subversivos son herejes desde esta perspectiva? ¿Se ha visto situaciones parecidas en la realidad?
Responderé a esta pregunta con un caso real. En mi calidad de peregrino de la festividad de Qoyllurit’i del Cusco, vi una vez que dos jóvenes danzaban indistintamente en las comparsas de bailarines de Ocongate y Paucartambo. Ambos eran alumnos míos en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco. Los conocía desde hacía varios semestres como radicales activistas de la izquierda legal. Sin embargo, más adelante me enteré que ambos terminaron enrolándose en las filas de Sendero Luminoso. Aquí participarían de atentados sangrientos, con secuelas trágicas hasta la vez que la policía desbarató al comando sedicioso y capturó a sus componentes. Una tarde, los presentó a todos en conferencia de prensa y allí estaban los dos danzantes del santuario. Más que simples herejes, ambos habían derivado en militantes de un proyecto político que anunciaba barrer el sistema para, sobre sus escombros, construir otro tipo de sociedad. Este caso nos demuestra que, en los Andes, no hay mayor divorcio entre la práctica religiosa popular y la opción política violenta.
En varias novelas, los ronderos aparecen como delincuentes. Su personaje, el comandante Huaroto, no se libra de esta descripción.
La guerra interna también engendró hijos de una particular tipología moral. Tanto en el bando subversivo como entre las llamadas fuerzas del orden se dieron casos de individuos con un perfil psicológico que rayaba en la simple perpetración de delitos. Aquí es pertinente retrotraer la figura del denominado comandante Huayhuaco, un personaje de la vida real, vinculado al narcotráfico, dueño de un prontuario policial deleznable, pero que cuando su territorio se ve afectado por la presencia de los sediciosos, él se alía con el ejército y se convierte en un cabecilla antisubversivo importante. Lo paradójico es que el Estado que representa a la legalidad, termina asociándose con un jefe mafioso requisitoriado por el poder judicial. En mi novela El gran señor yo invento un personaje análogo: el Comandante Huaroto que viene a ser un Huayhuaco operando en la región sur, un sujeto sin bandera ni principios, capaz de cometer cualquier vesania, bajo el paraguas de su alianza con los militares. No sé si me salió bien, pero ahí está.
La historia oficial presenta a Mateo Pumacahua como un héroe. Usted no. Este personaje paga sus culpas en su condición de fantasma.
Pumacahua representa al sujeto histórico controvertido. En noviembre de 1780 el destino le dio la oportunidad de involucrarse en el proyecto político de Túpac Amaru (su par en términos de casta y autoridad), pero él prefirió unirse a los españoles, para combatir la sublevación de Túpac Amaru. Su actuación en aquella guerra fue decisiva para el triunfo de los realistas. Tres décadas después, ya sofocada la rebelión y luego de ocupar altos cargos burocráticos, Pumacahua siente que de nuevo la guerra toca su puerta. Esta vez son los criollos del Cusco que se han sublevado contra el rey de España. Le proponen la jefatura del ejército alzado y Pumacahua les acepta, acaso remordido por el genocidio que perpetró en el conflicto anterior. No calculó el tamaño de la nueva aventura. Tras una difícil campaña militar fue derrotado en la batalla de Umachiri y luego fusilado en la plaza de Sicuani, como traidor al rey. En la novela lo presento como un condenado (fantasma) que debe penar de los siglos por los siglos entre los picachos de los Andes. Sufre de un remordimiento profundo por sus actos en vida y sus recuerdos se focalizan en el Cusco, allí donde gozó del poder y la fortuna.
Con la presencia de Pumacahua y las luchas por la tierra que usted narra en su novela, ¿podemos decir que la violencia no se inicia en 1980, sino que nuestra historia está llena de eso?
En efecto, la violencia social tiene una data antigua en el Perú. Este es el país de las grandes sublevaciones y masacres. Partamos únicamente de la época colonial. Manco Inca en 1536 libra una guerra sangrienta en su afán de aniquilar a los usurpadores españoles. Juan Santos Atahualpa en 1742 levanta a las etnias amazónicas en contra del poder hispano instalado en Lima. Túpac Amaru, en 1781, libra la gesta libertaria más tenaz y heroica, con una secuela de 100 mil muertos. Si analizamos estos hechos y los comparamos con las sublevaciones indígenas de la era republicana, vamos a ver que el denominador común de todos es el mismo: la lucha por el derecho a la dignidad, la justicia, la cultura, la autodeterminación, la identidad y la tierra. A la luz de estos acontecimientos, la guerra de 1980 no es sino la prolongación de una historia, como la del Perú, que está escrita más por el lado del borrador que por la punta del lápiz. Ahora bien, tampoco la reciente derrota de Sendero Luminoso nos garantiza un futuro promisorio de paz y bienestar. Mientras continúe la situación de exclusión, pobreza, inequidad, corrupción e injusticia, siempre tendremos en el horizonte la probabilidad de un nuevo conflicto interno. Debemos aprender de la historia si ciertamente queremos construir un Estado/Nación que represente a todos.
Siete truenos, siete días, en que Isolda consigue liberar a Alberto, siete subversivos, siete pabluchas. ¿Alguna simbología?
Sí; un intento de elaborar una cábala andina, similar a la cábala judía donde el número clave es el tres.
Finalmente ¿qué proyectos tiene como escritor?
Varios. Siempre en el género narrativo y con temas que tienen que ver con los procesos sociales e históricos del país. Por ahora no quisiera puntualizar sobre algún proyecto en especial. Primero que nazca la criatura para luego especificar los pormenores de su existencia. Gracias.
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