La investigación no es una tarea. Es una actitud.


viernes, 28 de enero de 2011

A los cien años de Arguedas

Después de 40 años de la muerte de Arguedas, el Perú se pone de pie en honor a su obra. Mejor, a 100 años de su nacimiento: centenario, exactamente el 18 de enero. Todos, menos el Apra encabezado por Alan, aunque el ministro de cultura (con minúscula, no me equivoqué), Juan Ocio (tampoco me equivoqué) ha discrepado, dizque.

Que por qué no han querido reconocer la obra de Arguedas desde palacio. Esa es cuestión de ideología y política. El escritor de Todas las sangres no configuró a los andinos como seres exóticos, como era de costumbre, sino desde dentro. José María, al comer y dormir con los indígenas, aprendió su lengua y sus costumbres. “Los indios y especialmente la indias vieron en mí como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que ellos”, decía en su testimonio. La cultura andina se metió en él, a pesar de “ser un blanco”. A tal punto que “yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios, los describían de una forma tan falsa”. Su obra es una respuesta contundente al discurso de lo andino de esa época.

El hecho de que José María conociera desde dentro al campesino andino hizo que se identificara con sus problemas; por ejemplo, con el de la tierra, analizada años atrás por Mariátegui. De ahí que su cuento “Agua” refleja una situación particular de tal problema: la distribución del agua en el regadío. Ni siquiera el cuento “Warmakuyay” (cuento tierno y hermoso por la temática de amor, dirán) deja de tratar la problemática indígena: el abuso del misti contra la muchacha de la que el warma (niño) Ernesto andaba enamorado. El señor todopoderoso e intocable se puede permitir de los placeres sexuales de “sus siervas”. Sin embargo, en este cuento el niño sabe que no podrá enfrentarse al hombre que violentó a la chica. Solo es cuestión de tiempo por­que “cuando sea grande voy a matar a don Froilán”. Pero en el cuento anterior, Ernesto no tiene esa actitud: “hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha”, y le hiere en la cabeza a un misti abusivo con una corneta. Es que ante tanto abuso “nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande”. Palabras del personaje arguediano que dice basta a los abusos y desea justicia.

Sin embargo, donde se nota más su opción ideológica es en El Sexto, novela que grafica el mundo de la cárcel: el de los prisioneros políticos, donde el narrador, Gabriel, elije convivir con los socialistas, no con los apristas. Este se hace muy amigo de Cámac, que se encontraba muy enfermo y que “nunca asimiló bien la doctrina. Era un comunista intuitivo, por su clase y su casta”. También Gabriel ante la muerte de su amigo recibe el calificativo de “ser un soñador. No aprenderás nunca a ser político. Estimas a las personas, no los principios”. Los dos, pintados en toda su humanidad, son socialistas a su modo, pero socialistas (los del Gobierno los habrían preferido apristas). Y quizá Gabriel sea el mismo Arguedas, porque años después diría en su discurso (No soy un aculturado) que “La teoría socialista no solo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encausarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico”. Aunque para Mario Vargas Llosa “el socialismo no mató en él lo mágico, pero en sus mejores creaciones lo mágico mató al socialismo (es decir la ideología)”. El socialismo habría malogrado parte de la narrativa arguediana. Es su lectura.

Ahora bien, la presencia de “lo mágico” en la obra de Arguedas es inevitable; se encuentra en toda su narrativa porque al retratar al hombre andino en su lucha por la tierra, no puede eludir su danza, su música, su vivencia: su cultura tradicional; folclor dirán algunos. Sería falsificarlo y caer en el simple panfleto.

Entonces, en Arguedas encontramos “lo mágico”, pero también está presente el discurso socialista, justamente lo que al Apra no le gusta y menos a Varguitas. Ellos ha­brían preferido que Arguedas escribiera solo de danzaqs, de corridas de toros, de zumbayllus y wikullos. Así, el año 2011 habría llevado su nombre y quizá el nobel peruano no habría escrito La utopía arcaica.
NVP

sábado, 22 de enero de 2011

¡Viva Luis Pardo!

De niño escuchaba cuentos sobre un bandolero que robaba a los hacendados y a los ricos para repartirlo entre los pobres. Entonces yo me imaginaba a ese tal Luis Pardo montado a caballo, con dos revólveres al cinto, una carabina colgada del hombre, harta bala en las correas. Y cuando jugábamos a los pistoleros, también me imaginaba en tridimensional las andanzas de este bandolero: una especie de héroe popular, una leyenda; atacando ranchos, arreando ganados para repartir la carne en los pueblos que visitaba. La gente, en retribución, le ayudaba como espía contra los policías.

El bandolero en cuestión, no solo robaba como cualquier otro bandido, sino que se encargaba de darle su pateadura a los jueces, hacendados y prefectos abusivos; también ridiculizar a los policías que defendían a estos; de cuando en cuando dejarles sin armas, sin uniforme: humillados, como para que se den cuenta de que estaban en el bando incorrecto, pero estos, tercos como la mula, dale con andar tras el bandolero solo porque le metió un tiro de pistola al gamonal abusivo.

Hasta me ponía poncho (en el juego) para andar en mi caballo de palo e imitar a Luis Pardo, el de los cuentos, también con mi pistola de palo a la cintura y mi carabina al hombre, claro, también de palo. El juego de seguir los pasos del bandolero terminó cuando, al pueblo donde yo vivía, llegaron unos hombres de uniforme que traían pistolas de verdad y “carabinas” que disparaban balas por montón. Entonces, el juego a ser Luis Pardo se hizo peligroso porque tanto mi pistola y mi carabina de palo tenían forma de armas reales: mi padre los había tallado. Luego, él mismo se encargó de quemarlos. Eran tiempos en que estos uniformados no eran precisamente los buenos del cuento; eran de los que se metían a tu casa a cualquier hora de la noche sin tocar la puerta y te encañonaban con sus pistolas no de palo. Hasta te desaparecían. Y ni jueces, ni alcaldes, ni párrocos decían esta boca es mía. Mientras tanto yo andaba pensando sobre cómo sería si el tal Luis Pardo fuera real y apareciera de pronto por ahí. Pero cómo yo ya sabía que cuento es cuento, solo me quedaba imaginar esa escena y nada más.

Sin embargo, luego de años encuentro una novela que me recuerda justamente esos cuentos de antaño, donde Luis Pardo sigue siendo el héroe, el que roba a hacendados para dárselo a los campesinos y pastores pobres. Estos, en reciprocidad, incluso le ayudan a liquidar a un subprefecto, líder de un grupo de bandoleros, quienes arrasan todo a su paso; también le ayudan a escapar de la policía que anda tras sus pasos. Luis Pardo, el de la los cuentos de mi infancia, ha regresado, solo que esta vez en novela. Yo casi ya había olvidado al personaje, pero gracias a Óscar Colchado vuelvo a recordarlo. Me refiero a su novela ¡Viva Luis Pardo!