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lunes, 7 de febrero de 2011

Conversación en La Catedral* : Utopía arcaica de la “gente decente”

Santiago Zavala (Zavalita) es un burgués que no quiere ser burgués, que detesta la dictadura de Odría y a su propio padre por apoyar dicha dictadura, hasta el extremo de rechazar la herencia cuando este muere. Rompe en lo absoluto con el cordón umbilical para no ser parte de ese mundo caótico, corrupto y maloliente que había construido la dictadura, apoyada por los grandes empresarios, entre los que se encuentran Efraín Zavala, el padre de Santiago. La única forma de no contaminarse con ese cáncer social es dejar la casa paternal y vivir de su propio trabajo como periodista y tener una nueva vida, donde las comodidades económicas ya no van más, por elección.

Zavalita es un personaje que se rebela contra la dictadura y las formas de alianza con el empresariado. Sin esta alianza Odría no tendría la posibilidad de gobernar, porque Zabala y Landa, además de empresarios millonarios, son políticos que hacen de la política un juego de ajedrez con reglas propias: ellos mueven las piezas a su antojo. Tienen el dinero suficiente para hacerlo. “Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal… Si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez… Con diez millones de soles no hay golpe de Estado que falle en el Perú” (239). Todos son conscientes de tal situación, incluso la dictadura, porque Landa, ante el fracaso del golpe de estado que promueve, pone condiciones para declinar su rebeldía, de igual a igual. “Libertad incondicional para todos mis amigos –dijo Landa-. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupen” (250). Su actitud no es el de derrotado, sino el de un hombre que sabe que tiene el poder real, que puede negociar.

La rebeldía de Zavalita se inicia cuando tiene que elegir la universidad donde estudiar. A su condición económica le corresponde, por supuesto, la Católica, pero él prefiere San Marcos, porque “ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más” (51). Luego, una vez que entra a San Marcos, “un nido de subversivos” (47), se hace amigo de estudiantes comunistas y se hace simpatizante del Partido Comunista (Cahuide) que luchaba en condiciones duras contra la dictadura. Sin embargo, cuando llega el momento que ellos tanto ansiaban: inscribirse en el partido, a través de la Organización Cahuide, él declina. Su procedencia económico social no se lo permite. De heredero de uno de los apellidos más poderosos del Perú a convertirse en comunista con carné habría sido trágico para él. Porque si se inscribía “Habrías vivido mal, Zavalita… en vez de editoriales en la ‘La Crónica’ contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de ‘Unidad’… o en las peor impresas de ‘Bandera Roja’…” (94). Su rebeldía tiene un límite. No puede ir más allá de eso. A pesar de odiar la dictadura y reclamarle a su padre sobre su condición de amigo del dictador, su actitud no es una cuestión político ideológico, sino resulta siendo una simple pataleta de niño engreído: “es que soy un poco loco” (51).

Esa pataleta de Zavalita al lector le permite obtener una radiografía de la dictadura de Odría, de sus fechorías, de los pactos para continuar en el poder. Odría está ahí de manera circunstancial, porque los verdaderos dueños del Perú así lo han querido, para “que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa que, después de todo, es suya ¿no?” (241). Ellos lo pusieron y ellos lo sacan de Palacio.
Santiago es un espectador de todas esas jugadas. Pretende involucrarse en esa guerra política, pero se da cuenta que ha elegido el equipo menos favorecido económicamente, pero tampoco puede regresar a su antiguo hogar de gran burgués. Finalmente le queda el camino intermedio, el de pequeño burgués que vive de su trabajo, alejado de la política. Lo de Cahuide es un recuerdo que sirve para contar a los amigos y entretenerse así.

Zavalita es un personaje que detesta la dictadura, a los militares, a “la gente decente”. Se casa “con una que puede ser su sirvienta” (344), a escondidas claro: su familia se escandaliza. Vive en una quinta. No acepta vivir como burgués. Elige otra forma de vida, contraria a su condición social.

Varguitas tiene algo de Zavalita; se casó con su tía, diez años mayor que él: su familia se escandaliza; detesta a las dictaduras, desde la figura paternal hasta Fujimori; detesta a los militares: les dio con palo y duro en La ciudad y los perros; los “avergonzó” en Pantaleón y las visitadoras, se involucró con Cahuide.

Sin embargo, decía que tiene algo de Zavalita. También tiene mucho de Zavala. Porque Vargas es “gente decente”: al igual que Zavala juega al poder con otros jugadores y ese juego no es gratuito, ese juego está lleno de pactos, que de eso sabe bastante Alan, con quien está de acuerdo quienes no deben ser presidente, en bien de la “gente decente”. Se ha “dado cuenta” de que García es amigo de la “gente decente”. No en vano el partido de Alan bordea los cien años de existencia en ese trajinar de pactos. “Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos… Aceptarían a cambio de la legalidad unas cuantas migajas” (242). Porque la “gente decente” no detesta todas las dictaduras, sino a los que tienen algo izquierdismo, de socialismo, de rojismo (ojo: en el caso de Fujimori más bien es una cuestión personal). Porque a los militares los limpió, los justificó en el caso Uchuraccay, en bien de la “gente decente”. Porque la “gente decente” de un país decente quiere bombardear un país no decente no se critica: mejor, hay que justificarlo. Todas esas cosas detestaba Zavalita. Por eso detestaba incluso a su padre.

En Conversación en La Catedral, Zavala muere detestado por su hijo. Zavalita es casi un Quijote a quien le persigue la pregunta de en qué momento se jodió el Perú, pero que no puede ver más allá, ni un ápice de esperanza para la humanidad. Su refugio es el periodismo, pero se divorcia de la política para siempre, asqueado de todo lo que ha visto.

En el Perú, Varguitas ha muerto; pero Vargas está vivo. Y este es un paladín no de la justicia en abstracto sino de la “gente decente”, ojo: a decir de Conversación en La Catedral.



*Mario Vargas Llosa. Conversación en La Catedral. Alfaguara. 2010.

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